sábado, 23 de junio de 2012

MENDOZA: CONFERENCIA SOBRE INDUSTRIAS CULTURALES EN EL MERCOSUR

Invitado por la Dirección Provincial de Industrias Creativas del Ministerio de Cultura de Mendoza, Octavio Getino expuso en una conferencia realizada el 22 de junio de este año algunas reflexiones sobre la experiencia realizada en el Mercosur con relación al tema de las Industrias Culturales. Un tema que podría ser tenido en cuenta en la reunión cumbre de autoridades mercosureñas con motivo del encuentro que las mismas han programado en la ciudad de Mendoza para los primeros días del mes de julio.


REFLEXIONES SOBRE LA SITUACIÓN ACTUAL DE LAS INDUSTRIAS CULTURALES EN EL MERCOSUR
Octavio Getino
I
Referirse actualmente, año 2012, al tema de las industrias culturales en el Mercosur, implica abordar, antes que nada, dos subtemas en los que aquel puede tener algún grado de comprensión y tratamiento. Uno de ellos es el del Mercosur y otro el de las industrias culturales. Complementarios, sin duda, pero a la vez marcados por situaciones que han ido variando en los primeros años de este nuevo siglo.
En relación al primero de ellos, cabe recordar que el primer tratado suscripto en Asunción del Paraguay para la creación del llamado Mercado Común del Sur, o MERCOSUR, data de 1991, es decir, algo más de veinte años atrás.  Un tratado entonces muy loable, el único con valor legal entre los posteriores convenios y acuerdos que surgieron en América del Sur y en el conjunto de la región, que en su artículo primero sostenía que la función del organismo regional proyectado sería “la libre circulación de bienes, servicios y factores productivos” entre los países constituyentes. Los que en aquel entonces eran Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay, a los cuales se sumaría, en trámite de admisión, Venezuela, y como estados asociados, Bolivia, Chile, Colombia, Ecuador y Perú.


Numerosos protocolos fueron sucediéndose en estas dos décadas, protocolos de distinto tipo, un listado que se inició en 1994 con el de Ouro Preto, donde se definió formalmente la estructura institucional del proyecto, o los que tuvieron lugar en Ushuaia en 1998, referido al llamado “compromiso democrático con el Mercosur y Bolivia y Chile”, hasta el que tuvo lugar en 2011, en Montevideo, para tratar nuevamente el “compromiso con la democracia”.
De ninguna manera se ponen en dudas las buenas intenciones y los compromisos formales asumidos en favor de un mercado común por parte de quienes suscribieron los referidos protocolos, pero lo que debería plantearse como interrogante de este tiempo es el nivel de funcionalidad ejecutiva que tuvo el proyecto en sus veinte años de vigencia, y si el mismo no debiera ser replanteado o actualizado a la luz de los cambios políticos, económicos e institucionales de estas dos últimas décadas.
Nos referimos a lo sucedido tras el fracaso de la política neoliberal, durante la cual se gestó precisamente el Mercosur, y a las nuevas políticas e instituciones que surgieron en la región a lo largo de este nuevo siglo. Por ejemplo, los gobiernos electos en diversos países, marcados por políticas muy distintas las que se habían llevado a cabo a finales del siglo XX, como fueron, entre otros, Argentina, Brasil, Venezuela, Ecuador, Bolivia, Paraguay y Uruguay, y los nuevos proyectos de integración regional y subregional, cuyo énfasis mayor está puesto en lo político, como son, entre otros, la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América (ALBA), donde confluyen países de Centro y Sudamérica y el Caribe, como son Venezuela, Cuba, Ecuador, Bolivia, Nicaragua, San Vicente y Las Granadinas, Antigua y Barbuda y Dominica, que representan cerca de 80 millones de habitantes. O también la Unión de Naciones Sudamericanas (UNASUR), del que participan Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Ecuador, Guyana, Paraguay, Perú Surinam, Uruguay y Venezuela. Un total de doce países que acordaron en su Tratado Constitutivo, en mayo de 2008, una serie de finalidades que no sólo contemplan las que se acordaron en el nacimiento del Mercosur, pese a que no tengan el carácter formal y legal de éste, sino que incluyen otras más ambiciosas y que van más allá del llamado libre comercio entre las naciones.
Habría que incluir además en esta reseña el reciente acuerdo de los países latinoamericanos lindantes con el Pacífico (Chile, Perú, Colombia, México y otros de América Central, con una representación de más del 31% del PBI regional) a los que seguramente se sumarán pronto los estados del oeste norteamericano. Un proyecto de libre comercio orientado hacia la parte del mundo (China, Japón, Corea, etc.) en la que los intercambios comerciales podrían presentar un mejor futuro.
Entretanto ¿qué papel está representando el Mercosur a la luz de los cambios referidos? ¿No está sucediendo que el proyecto de integración comercial regional sigue pensándose como sucedía a fines del siglo pasado cuando se hace imperioso repensarlo a la luz de los acontecimientos del nuevo siglo?
Este es un subtema que puede llevar a reflexiones o debates, ajenos a los propósitos de estas breves notas. Una reflexión parece tener un valor casi irrefutable: la gestión concreta de los estados de la región mercosureña –sea por inestabilidad política, limitaciones de las dirigencias públicas, privadas y sociales u otras razones- es visiblemente más lenta y por lo tanto, lindante con la ineptitud, que la de los cambios históricos que se han producido en el conjunto de la región, así como en otras partes del mundo.
Por ello, referirnos hoy a las naciones que integran el Mercosur obliga a delimitar su territorialidad y, al mismo tiempo, vincular su quehacer, con el de aquellas que aún formando parte de dicho proyecto, también lo hace de algunos otros, para precisar sus compromisos  reales –más allá de la firma reiterada de acuerdos, tratados y protocolos.
A esto se suma el segundo subtema, que es el de las industrias culturales. ¿A qué nos referimos concretamente cuando queremos indagar un campo como este, cuya tratamiento nació, al menos en América Latina, casi paralelamente al Tratado de Asunción, cuando se puso en marcha el Mercosur?
Fue precisamente en 1991 y 1992 cuando se llevó a cabo en nuestro país el primer estudio propiciado por el entonces INAP, que llevó como título “Industrias culturales: dimensión económica y políticas públicas”. En lo que nos consta como información, este fue el primer abordamiento del tema que tuvo lugar en América Latina y el Caribe.
Pero pocos años después, a mediados y finales de dicha década, otros países comenzaron a tratar, tal vez con criterios y fines diferenciados, la situación de las IC y la incidencia de la cultura en la economía, el empleo, el PBI y la balanza comercial de cada nación. Es el caso de los emprendimientos que tuvieron lugar a instancias del Convenio Andrés Bello (CAB), inicialmente en Colombia, luego en Chile, con la apoyatura de los organismos responsables de cultura, y después, con nuevas fuentes de financiamiento, en Bolivia, Venezuela, México y otros países.
El concepto de IC fue adoptado también en el Mercosur, cuando a finales de1999, la Reunión del Parlamento Cultural del MERCOSUR (PARCUM) aprobó en Montevideo el auspicio y la promoción de un estudio sobre la incidencia económica y social de las IC para la integración regional. También en algunas ciudades, como La Paz, Bolivia se hicieron trabajos semejantes, en este caso a cargo del Programa de Investigación Estratégica de dicho país, coincidiendo todos ellos en que las IC aparecían como un instrumento idóneo para fortalecer los procesos de integración económica, política y social, así como los de carácter cultural, basamento estratégico de aquellos.
Aún no había llegado a nuestros oídos el nuevo concepto, el referido a “industrias creativas”, que había comenzado a pergeñarse en Australia y Gran Bretaña, y que modificaba sustancialmente el campo de estudio de lo que en nuestros países seguíamos definiendo como industrias culturales. Además, si con este concepto pueden existir visiones no siempre coincidentes, con el nacido a mediados de los años 90 en países anglosajones, las visiones tampoco eran similares, con lo que comenzó a complicarse todavía más el espacio y las características del sujeto de estudio, no tardando mucho tiempo para que especialistas y académicos de otras regiones comenzaran a expandir la idea de industrias creativas como noción superadora de la que había nacido como industrias culturales.
Si esta situación la ubicamos en el marco de los cambios institucionales a los que antes no referimos, no es difícil percibir que la misma contribuyó a instalar nuevos debates, generalmente académicos, pero también ubicables en distintas gestiones culturales, para las cuales no resultaba del todo fácil definir cuales industrias se correspondían con lo “cultural” y cuales otras con lo “creativo” (un término procedente de teóricos de otras regiones que habían comenzado a descubrir el valor y la importancia de lo que denominaban “economía creativa”.
Precisamente en 2008, la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD) emite un informe con aportes de distintos órganos de Naciones Unidas, como la propia UNCTAD, UNESCO, OMP y otros, en el que fija y propone su posición como nuevo paradigma para el desarrollo mundial: “En el mundo contemporáneo, un nuevo paradigma está emergiendo interrelacionando la economía y la cultura. Este paradigma abarca aspectos económicos, culturales, tecnológicos y sociales del desarrollo, a niveles tanto macro como micro. Su concepto central es que la creatividad, el conocimiento y el acceso a la información son cada vez más reconocidos como potentes motores del crecimiento económico y de la promoción del desarrollo en un mundo que se globaliza. La “creatividad” en este contexto se refiere a la formulación de nuevas ideas, y a la implementación de estas ideas en la producción de obras de arte y de productos culturales originales, creaciones funcionales, invenciones científicas e innovaciones tecnológicas. En consecuencia, existe un aspecto económico de la creatividad, observable en la manera en la que contribuye a la iniciativa empresarial, alimenta la innovación, mejora la productividad y promueve el crecimiento económico.”
Como vemos, también es de fecha reciente la vigencia de un debate sobre este subtema, el que ha llevado a que distintos organismos públicos del sector cultural sigan denominándose como responsables de “industrias culturales”, delimitando dicho campo de estudio y gestión a determinados rubro y otros hayan iniciado su actividad en nombre de las “industrias creativas”, que además de las incluidas en el anterior se explayan sobre sectores no necesariamente industriales, sino de clara competencia con lo que podríamos definir como “actividades” o “servicios” culturales.
Son temas que merecen una reflexión y análisis tanto en el campo académico como en el social y en el político, pero de cuya definición en uno o en otro sentido, podría abordarse con mayor precisión el tema que ahora nos convoca y que es el de “La industria culturales en el Mercosur”.
II
Alguien definió a la cultura como el “alma” de un individuo o de un pueblo. Cabría agregar que las llamadas IC de nuestro tiempo son efectivamente el “motor” que dinamiza aquella según los intereses públicos o sectorizados de quienes lo manejen.
Entendida como proceso social de producción simbólica, la cultura comenzó a materializarse en mercancías con el desarrollo industrial, deviniendo a lo largo del siglo XX en producción mercantil simbólica. El producto cultural resultante fue así legitimándose en una doble dimensión valorativa: mercancía, como dimensión económica, material y tangible, y simbólica, como dimensión ideológica, inmaterial e intangible, o lo que es igual: libro y obra literaria; disco y obra musical; película y obra cinematográfica; etc.
El impacto económico y social de estas industrias –a veces definidas como del “entretenimiento”, de la “creatividad” o del “copyright”-  está hoy fuera de toda duda. Según datos de la UNESCO, ellas constituyen  uno de los sectores de mayor crecimiento en el mundo, estimándose que generan más de 1,5 billones de dólares con un crecimiento anual estimado de entre el 7 y el 8%. Aunque debe destacarse que entre el 80 y el 90% de dicha facturación corresponde a los EE.UU. y a la Unión Europea, reservándose el porcentaje restante a las otras regiones del mundo, entre las cuales se ubica la nuestra.
Por otra parte, la facturación de las “Nuevas Tecnologías de la Información y la Comunicación” (NTICs), donde se incluyen el audiovisual, la informática y las telecomunicaciones -recursos cada vez más interrelacionados con la educación, la cultura y el entretenimiento- representaría actualmente cerca de 3 billones de dólares. Una facturación que, a su vez, está concentrada en las naciones de mayor desarrollo si se tiene en cuenta que un 65% de la población del mundo –según estudios de pocos años atrás- no ha hecho nunca una sola llamada de teléfono y que existen más líneas telefónicas en Manhattan que en toda el África subsahariana.
En cuanto a su incidencia en la vida cultural de nuestros pueblos tampoco parecen existir demasiadas dudas. Las IC se instalaron y crecieron básicamente a lo largo del siglo XX a partir de la iniciativa y las inversiones de empresarios nacionales, a las cuales se integró la originalidad de sus artistas y creadores, y la probada eficiencia de profesionales y técnicos, junto con una ciudadanía deseosa de sentirse autorepresentada y expresada en los bienes producidos. También, contribuyó a su consolidación la existencia de políticas de Estado, con más claridad  y eficiencia en unos momentos que en otros, sin las cuales ellas no hubiesen alcanzado el reconocimiento internacional que en algún momento tuvieron.
Sin embargo, en las últimas décadas, particularmente desde los años 90, las IC han experimentado en casi todos los países de la región fuertes procesos de concentración y transnacionalización, simultáneos a los que se llevaron a cabo en la economía y las finanzas mundiales como parte del proyecto globalizador. “Hoy en día, muchas empresas culturales de Europa y Latinoamérica- destaca un informe del Banco Interamericano de Desarrollo (BID)- ven amenazadas su independencia y la capacidad de reforzar su posición, debido al proceso de concentración y a la imposición de un modelo vehiculado por la mundialización de intercambios. Estas regiones corren el riesgo de ver la cultura sometida a las leyes del mercado, y sus productos convertidos en simples mercancías”. O como observa un estudio realizado en la Facultad de Periodismo y Comunicación de La Plata: “Estos grupos multimedios se han convertido en megaempresas con una enorme capacidad de presión. Discuten políticas, apoyan o desgastan gobiernos, instalan buena parte de los temas sobre lo que se habla, silencian o multiplican. Y están presentes en lo cotidiano, demasiado tiempo, en demasiados temas, con demasiadas caras”.
Convengamos que la teoría económica no incluyó en el pasado ningún interés especial por la cultura y en consecuencia por medir o valorar su dimensión en las economías nacionales o locales. Los prohombres de la economía no hicieron sino proseguir la visión de los padres fundadores –Adam Smith y David Ricardo, sin ir más lejos- que, si bien advirtieron los efectos externos de la inversión en las artes, no consideraban que éstas tuvieran capacidad de contribuir a la riqueza de la nación, ya que, pensaban, pertenecían al ámbito del ocio. Para ellos la cultura no era un sector productivo.
El primer estudio oficial que se realizó en Europa sobre este tema, recién se llevó a cabo en 1984, para establecer la relevancia económica de las instituciones culturales de Zúrich, y fue encomendado por el Parlamento de dicha ciudad con el propósito de “justificar las subvenciones de la Opera, el Teatro Municipal, la Filarmónica y el Museo, desde un punto de vista económico”. El análisis se centró en dos temas principales: el porcentaje de la subvención que volvía a las arcas del Estado, de manera directa o indirecta, y las influencias que tenían estas subvenciones sobre la economía y el sector privado. La primera conclusión de dicho estudio fue que la investigación había demostrados que las cuatro instituciones tienen, más allá de su relevancia cultural, una considerable importancia económica. Si bien dependen de la subvención estatal para llevar a cabo sus funciones, también es cierto que parte del dinero invertido en ellas vuelve al Estado y significa un notable impulso para la economía en general.
Más adelante, otros estudios realizados en otras partes del mundo, fueron aún más allá, probando que la cultura no sólo era rentable para el sector privado, sino que el conjunto de sus actividades, producciones y servicios, representaba una importante fuente de recursos para las propias finanzas del Estado.
En términos generales, los trabajos de investigación realizados en esa época pretendían, como lo siguen haciendo de alguna manera, cumplir con una finalidad instrumentalista, como es la de legitimar la existencia o el incremento de los presupuestos públicos y privados para sostener las actividades culturales. O bien, como observa el catalán Lluís Bonet, medir el efecto económico que se desprende del gasto interior en consumo e inversión, así como el gasto exterior en bienes y servicios del sector Cultura, y su impacto directo, indirecto e inducido sobre la producción, el valor agregado, el empleo, la demanda de importaciones o cualquier otra magnitud económica relevante para el propio sector y el resto de ramas de actividad de una economía”.
O también como señala el colombiano Germán Rey: “Con esto se intenta conocer las influencias que la cultura genera en la economía en una sociedad determinada, pare revisar el pensamiento económico con vistas a mejorar su capacidad de aprehender la realidad que estudia. Por su parte, los análisis desde la Economía de la Cultura se han abocado a entregar información sobre la esfera cultural a partir del saber económico. En este sentido se comporta con un nivel más práctico para el conocimiento de la incidencia de la cultura en la economía, que el que es propio de la Economía Cultural. En definitiva, mientras que en ésta son los significados culturales los que tratan de ampliar el lenguaje económico, en la otra perspectiva, la de la Economía de la Cultura es el lenguaje económico el que se aplica a los productos culturales”.
Es este marco de referencia donde aparecieron las primeras iniciativas de los gobiernos locales para comenzar a estudiar la dimensión económica de las IC en los países del Mercosur, así como las posibilidades entonces existentes de llevar a cabo políticas de integración que contribuyen al desarrollo regional. Fue en diciembre de 1999, durante el VI Encuentro del Parlamento Cultural del Mercosur (PARCUM) que se resolvió aprobar en Montevideo un primer proyecto de investigación que pocos meses después se conoció como  “Las industrias culturales en el Mercosur: Incidencia económica y sociocultural, Intercambios y Políticas de Integración Regional”.
Este proyecto que tuvo como organismo coordinador a la Secretaría de Cultura y Medios de Comunicación de nuestro país, contemplaba una Etapa Preparatoria de tres mes de duración, de la que participamos investigadores de Argentina, Brasil y Uruguay, que contó con el apoyo de la Agencia Interamericana para la Cooperación y el Desarrollo (AICD) de la OEA. Paraguay quedó excluido debido a que la OEA argumentó que dio país debía alguna cuota a dicho organismo, aunque tiempo después participaría con el apoyo de otro organismo internacional.
En diciembre de 2000, la XI Reunión de Ministros de Cultura del Mercosur y Países asociados, confirmó el proyecto en Río de Janeiro destacando con “beneplácito” la importancia del mismo, un gesto que ratificaría en junio del año siguiente con el fin de promover de manera conjunta al sector de las IC de la región.
Fue así que entre septiembre y diciembre de 2001, con tres investigadores nacionales a cargo pusimos en marcha la Etapa Preparatoria de lo que fue la primera y única experiencia de ese tipo que se desarrolló en el espacio mercosureño y de la cual participaron como observadores expertos del sector cultura de Chile, Bolivia y el Convenio Andrés Bello (CAB). Incidieron además en favor del proyecto las recomendaciones de un Seminario Internacional que tuvo lugar en ese mismo año en Santiago de Chile sobre la “Importancia y proyección cultural del Mercosur, Bolivia y Chile en miras a la integración”, donde, entre otros puntos, se acordó proponer a los organismos de cultura un incremento del intercambio de información sobre el desarrollo de las IC en la región y contar con adecuada información estadísticas sobre los distintos sectores involucrados en el tema del sector.
Los resultados de este trabajo fueron publicados en Buenos Aires en 2002, con el sello del “Mercosur Cultural” y el financiamiento de la OEA.  Nunca más se avanzó en estudios de ese carácter, aunque no tardaron en aparecer iniciativas en algunos países, provincias o grandes ciudades, en los que comenzó a desarrollarse una preocupación por parte de diversos organismos de cultura para poner en marcha oficinas, direcciones o subsecretarías a cargo del acopio y procesamiento de información sobre las IC. O del nuevo concepto de Industrias Creativas que en esa misma época comenzó a crecer en algunos países a instancias de las ideas propuestas desde Gran Bretaña en particular y también de algunos organismos internacionales.
Los resultados de esa “Etapa Preparatoria” del estudio referido –no hubo después ninguna otra etapa institucionalizada- tenían sin duda las limitaciones y la provisoriedad de un primer trabajo, en el que debíamos contar con fuentes relativamente confiables. Y que no existían en realidad. En la Dirección de Cuentas Nacionales del INDEC se nos dijo, por ejemplo, que nunca se les había ocurrido implementar una Cuenta Satélite de Cultura porque nadie había ido hasta ese momento a darles una precisión sobre lo que involucraba el término “cultura”. Además en  el llamado Clasificador Nacional de Actividades Económicas (CLANEA), donde figuran en detalle los rubros contemplados en cada actividad, los servicios de radio y televisión, por ejemplo, eran simplemente los que se limitaban “a la producción de programas de radio y televisión”, o los de edición  abarcaban “las actividades de edición, estén o no vinculadas o no a las de impresión”, mientras que, finalmente, en el clasificador de publicidad, no existía ninguna  otra descripción que la de “Servicios de Publicidad”. En cambio, otros sectores de la economía nacional que al parecer habían incidido en la definición de sus actividades con el fin de contar con referencias estadísticas sobre las mismas, se hacían presentes en los distintos clasificadores de manera contundente.  Por ejemplo, en el correspondiente a “Menudencias” en los productos cárnicos, insistimos, sólo menudencias, ellas abarcarían “los siguientes órganos relacionados con los mamíferos: corazón, timo o molleja, hígado, bazo o pajarilla, mondongo o rumen, librillo o redecilla, cuajar de los rumiantes, intestino delgado o chinchulines, recto o tripa gorda, riñones, pulmones o bofe, sesos o encéfalo, médula espinal o filet, criadillas, páncreas, ubre y extremidades o patitas”.
Sólo para proporcionar algunos datos cuantitativos de la importancia de las IC en el Mercosur a finales de los años 90 podríamos sostener que las mismas representaban un movimiento económico de aproximadamente 8 mil millones de dólares anuales, cifra que duplicaría al monto global de los recursos destinados en ese entonces para el conjunto de los servicios sociales nacionales: Salud (770 millones de pesos), Promoción y Asistencia Social (1.229 millones), Educación y Cultura (1.904,4 millones), Ciencia y Técnica (533,3 millones), Trabajo (64,5 millones), Vivienda y Urbanismo (1.016,7 millones) y Agua Potable (107,4 millones). 
El número de receptores de radio era de 62,5 millones en Brasil (348 por mil habitantes); 23 millones en Argentina (676 por mil habitantes);  2 millones en Uruguay  (676 por mil habitantes); cerca de 800 mil en Paraguay (180 por mil habitantes). En este sentido, la posesión de aparatos de radio por cada mil habitantes en ese entonces era casi similar en Bolivia (670) que en Argentina (673) y en Uruguay (606). 
En el rubro televisivo, la penetración en los hogares estaba condicionada por el nivel de urbanización de cada país, alcanzando por ejemplo en 1995, un nivel parecido en Argentina (219 aparatos por cada mil habitantes), Uruguay (232), Chile (215)  y Brasil (209), descendiendo abruptamente en países de mayor población rural como Bolivia (115) y Paraguay (93). La facturación publicitaria, que es la que sostiene la mayor parte de los presupuestos de la TV abierta, se eleva en Brasil a más de 2.600 millones de dólares anuales, mientras que es de  unos 1.500 millones en la Argentina y ascendió en 1996 a 450 millones en Chile.
En cuanto a penetración en los hogares, la televisión de pago (cable y satelital) presenta un panorama de algún modo semejante a la TV abierta, con un porcentaje de hogares abonados que superaba en 1997 el 53% en Argentina, el 42% en Uruguay y el 30% en Chile (previéndose para este país una penetración en el 50% de los hogares para el 2000), y con tasas menores en los restantes países. Este sector tendía a desplazar al de la TV abierta en cuanto a facturación anual –lo que explica la creciente articulación o integración empresarial de ambos sectores- representando alrededor de 1.600 millones de dólares en la Argentina,  1.200 millones en Brasil y aproximadamente 250 millones en Chile. Por otra parte, desarrollo satelital tanto internacional como regional  facilita el rápido crecimiento de estos nuevos sistemas de comunicación televisiva, permitiendo a las emisoras de algunos países, como Argentina, Brasil y Chile, proyectarse con sus imágenes sobre la región.
En el rubro editorial, dedicado a la producción de libros y publicaciones periódicas, los niveles de educación y alfabetización incidían también en el mayor o menor desarrollo industrial. Las empresas brasileñas producían más 50 mil títulos al año, con un tiraje de 340 millones de ejemplares –cifra que equivalía a una media de 2,4 libros por habitante y  un volumen de ventas-  cercano a los mil millones de dólares en el mercado local.
En el rubro fonográfico –donde el conjunto de América Latina ocupaba el 12,6 del mercado mundial- Brasil poseía el mayor volumen de producción y comercialización en el sur del Continente, superando los 108 millones de unidades vendidas en 1997, frente a los 27,4 millones de la Argentina, o los 11 millones de fonogramas vendidos conjuntamente entre Uruguay y Paraguay.
La producción cinematográfica que desde los años 60 tenía a Brasil como el país más desarrollado de la región (más de 50 largometrajes en 1965, frente a un promedio de 30 por año en Argentina), se centraliza entonces, como sucede en la actualidad en la Argentina, aunque la industria brasileña, debido a los cambios recientes de su legislación, está retomando en parte la dimensión que tuvo años atrás. Ambos países, a los cuales se había sumado Chile en los últimos años, cuentan con un fuerte prestigio internacional en lo referente a la calidad estética y técnica de sus producciones.
En el caso de la publicidad ella constituye un poderoso factor de incidencia cultural, al apropiarse de signos y valores simbólicos de cada espacio para resignificarlos en la forma de nuevos productos con el fin de incentivar determinados consumos o de inducir a determinadas actitudes o conductas individuales y sociales. Su papel no puede ser soslayado cuando nos referimos a la cultura y a la situación de las industrias del sector. Principalmente en los rubros donde el financiamiento publicitario constituye la base principal de medios tales como las publicaciones periódicas, la radio, la televisión, y en menor medida el cine y el video. En lo referente a la incidencia económica, cabe recordar que los gastos publicitarios de los países del Mercosur representaban entre 8 y 9 mil millones de dólares anuales, de los cuales, algo más de un 50% se destinaba al medio televisivo.
En materia de “industrias de soporte”, dedicadas a producir tecnologías e insumos para las IC, ellas estaban concentrada casi totalmente en los EE.UU., Europa y países asiáticos. Apenas Brasil y Argentina producen o ensamblan algunos equipos (televisores, videograbadoras, reproductores de sonido) mientras que el grueso de la maquinaria, el instrumental, los equipos y la tecnología básica es importado, con la consiguiente erogación de divisas. Ello implica a todas las industrias, afectando principalmente a las que necesitan de recursos tecnológicos modernos (electrónica, informática, etc.) pero también a las que demandan equipamientos electromecánicos o de suministro de insumos elementales (celulosa, papel, película, cinta magnética). etc.). Brasil es el país que, en este punto ha preservado más que cualquier otro en la región su capacidad en cuanto a diseño y fabricación de tecnología propia.
A esto puede agregarse la importancia de las “industrias conexas”, por su  creciente interrelación con la producción y el consumo de bienes culturales y de información. Ellas son básicamente la informática y las telecomunicaciones, con su incidencia en el acceso, vía teléfono y ordenador (Wed) a la producción discográfica, cinematográfica, videográfica, libros, diarios y revistas e, inclusive, la publicidad.
Esta era, al menos, la situación en las mediciones estadísticas del INDEC y otras fuentes en los inicios de la presente década, tanto aquí como en otros países de la región, y de la cual hubimos de partir para gestionar nuevas y diversas fuentes que nos proporcionaran los datos cuantitativos requeridos en el proyecto. Sospecho que desde entonces hasta ahora, no habrán existido cambios significativos, en las estadísticas oficiales ocupadas del sector Cultura, por lo menos en organismos especializados en ese tema, con las Cuentas Nacionales del INDEC, lo cual fue compensado tiempo después con iniciativas más meritorias a cargo de organismos locales. El más importante de ellos, es la creación del SINCA, un Sistema de Información Cultural dependiente de la Secretaría de Cultura de la Nación, cuyos estudios e informes periódicos cubren de manera valiosa algunas de las necesidades que diez años atrás aparecían a ojos vista.
A escala más local, la creación años atrás del Observatorio de Industrias Culturales de la Ciudad de Buenos Aires (OIC), convertido luego por el gobierno de Macri en Observatorio de Industrias Creativas, también con la misma sigla OIC, cubre parte de las necesidades de información y análisis que son propias de este sector de la cultura, formando parte de la Subsecretaría de Industrias Culturales del Ministerio de Producción del GCBA.
Finalmente, en otras provincias o ciudades importantes, han comenzado a trabajar de acuerdo con las posibilidades de cada lugar, oficinas o direcciones encargadas de asumir ese tipo de funciones.
Pese a esto, y a los compromisos del SINCA con un proyecto de información cultural resuelto en los países iberoamericanos, no tenemos conocimiento alguno de gestiones semejantes en lo que concierne al Mercosur. Nada nuevo apareció, según la información que disponemos, desde aquel estudio que nos tocó coordinar hace algo más de diez años, aunque no debería omitirse la gestión acordada entre organismos públicos de Cultura de la región para iniciar gestiones con el fin de incorporar la dimensión mensurable de la cultura como Cuenta Satélite dentro de los Sistemas de Cuentas Nacionales que funcionan en el sector de Economía.
III
En este contexto, la única industria cultural que ha merecido por parte del Mercosur un tratamiento más particular y específico, fue y sigue siendo la del cine y en menor medida, alguna de las relaciones que asocian cada vez más al mismo con las nuevas industrias audiovisuales, en particular con las NTICs. Cabe recordar que las políticas públicas de proteccionismo, directo o indirecto, a las industrias del cine sigue siendo una constante en la mayor parte del mundo. Allí donde no existen legislaciones o medidas orientadas al fomento del sector, no existen actividades productivas en materia de películas destinadas al mercado. En nuestro país, esto ha ocurrido desde hace más de medio siglo, con gobiernos democráticos o dictatoriales, disponiendo unos y otros del sentido y los contenidos admisibles en la producción.
Inclusive en los EE.UU., nación que no necesita siquiera de la existencia de un ministerio o una secretaría nacional ocupada de la cultura, la producción fílmica y audiovisual es el sector más protegido entre cualquier otro medio de comunicación y en su defensa participan activamente desde los mismos orígenes de esta industria, tanto Wall Street, como el Departamento de Estado y el Pentágono. Defensa que no sólo atiende la proliferación de ideología, valores y significados que son propios del establishment económico, político o religioso norteamericano –recuérdese que el primer y mayor éxito comercial del cine de ese país fue “El nacimiento de una nación”, un canto explícito al racismo imperante a principios del siglo XX- continuado luego por la saga de películas a favor de los aliados durante la II Guerra, o en pro de la guerra fría, o de las contiendas libradas en Corea y  Vietnam y más recientemente contra los pueblos del mundo árabe, bajo la consigna del llamado antiterrorismo. Pero además de estas funciones paramilitares del cine hollywoodense, estuvieron y siguen estando aquellas otras que rinden pleitesía a los valores y a la seudomoralidad de los sectores hegemónicos de dicha nación, sea cual fuere el género o el tipo de productos comercializados dentro de aquella o en el resto del mundo. Y por último, tampoco habría que omitir el impacto que el medio audiovisual ejerce sobre la economía, en la medida que a través de la oferta de imágenes en movimiento, no importa en qué tipo de película realizada, está presente la oferta y promoción de infinidad de productos industriales de distinto carácter, como modas, diseños de muy diverso tipo, automóviles, cigarrillos, alimentación, entretenimiento, armas bélicas, y todo lo que puede hacerse presente de manera explícita o implícita, en una imagen en movimiento.
Podríamos afirmar entonces que la industria y la economía norteamericanas y no sólo sus valores hegemónicos en el campo de la ideología, no hubiesen alcanzado el nivel actual que hoy tienen de no haber contado con la presencia persuasiva de sus productos culturales, en primer término, los de carácter audiovisual, en la mayor parte del mundo. “Las imágenes de Estados Unidos son tan abundantes en la aldea global –señalaba tiempo atrás Kim Campbell, quien fuera Primer ministro de Canadá- que es como si, en vez de emigrar la gente a Norteamérica, ésta hubiese emigrado al mundo, permitiendo que la gente aspire a ser estadounidense incluso en los países más remotos
Por tal razón, la confrontación existente entre los EE.UU. y la mayor parte de los países de la Unión Europea -expresada claramente a partir de 1992 en las negociaciones de la Ronda Uruguay del GATT, y continuada hasta nuestros días en torno a la propuesta de libre circulación de productos audiovisuales reclamada por la nación norteamericana, tropieza con la decidida defensa de diversos gobiernos de las identidades culturales europeas,  además de sus poderosos intereses económicos y políticos. (La industria del audiovisual norteamericano recaudó en 1997 alrededor de 30 mil millones de dólares, correspondiendo la mitad de esta cifra a mercados extranjeros, particularmente el europeo).
En nuestros países, la asimetría existente en materia de competitividad en los mercados –más del 80% de los mismos está dominado por el cine de las majors- obligó a la mayor parte de los gobiernos a elaborar políticas proteccionistas y de fomento, sean del carácter que fueren, de lo cual dan prueba las nuevas legislaciones sancionadas en países como Ecuador y Uruguay, que carecían de las mismas. Sólo el Paraguay aparece como el único país carente de ley de fomento en América del Sur, lo cual explica las dificultades de dicho país para producir imágenes que hablen de su identidad y de su historia.
La primer tentativa de acuerdos de producción cinematográfica a escala binacional o multinacional datan del año 1930, pero recién a finales de 1989, los países de la región suscribieron oficialmente en la ciudad de Carcas tres acuerdos y convenios de suma importancia. Ellos fueron el Convenio de Integración Cinematográfica Iberoamericana, el Acuerdo Latinoamericano de Coproducción Cinematográfica y el Acuerdo para la Creación de un Mercado Común Cinematográfico Latinoamericano junto a los cuales se creó también la Conferencia Iberoamericana de Autoridades Cinematográficas y Audiovisuales de Iberoamérica (CACI). Ocho años después, en 1997, fue acordado en Isla Margarita, Venezuela, el Programa Ibermedia durante la VII Cumbre Iberoamericana de Presidentes y Jefes de Gobierno. Si a ello se suman otros proyectos regionales como el de DocTV Iberoamérica – destinado a la promoción del documental iberoamericano- resulta claro el interés que han demostrado y siguen demostrando la mayor parte de los gobiernos de la región por el desarrollo de la actividad fílmica.
En lo que corresponde al Mercosur, en 2004 tuvo lugar en Mar del Plata la I Reunión Especializada de Autoridades Cinematográficas y Audiovisuales de esta región (RECAM) durante la cual se aprobaron distintas acciones conjunta para el fomento y la integración del sector. Entre ellas, “la adopción de medidas concretas para la integración y complementación de las industrias cinematográficas y audiovisuales; la reducción de las asimetrías que afectan al sector; la armonización de las políticas y legislación; el impulso a la libre circulación de bienes y servicios; el trabajo orientado a favor de una redistribución del mercado que garantice condiciones de equilibrio para los productos nacionales y su acceso al mercado, y la implementación de políticas para la defensa de la diversidad y la identidad cultural de los pueblos de la región”.
Asimismo, en marzo de 2005 –tras haber sido ratificado el proyecto en la IV Reunión de la RECAM- se llevó a cabo la primera reunión de responsables nacionales que estarían a cargo de dar vida a lo que se denominó Observatorio del Mercosur Audiovisual (OMA) que nos tocó coordinar durante algunos años tuvo su base operativa en Buenos Aires, y más adelante se desplazó a Brasil. En esto incidió un acuerdo de cooperación suscrito por el Mercosur con la Unión Europea mediante el cual aquella aportaría un fondo de 1,5 millones de euros para la puesta en marcha de algunos proyectos de desarrollo, como eran la creación de unas 30 salas digitales destinadas sólo a exhibición del cine mercosureño, un estudio de legislación comparada, una línea de capacitación profesional y la continuidad del OMA como sistema de información y estudios de las cinematografías y el audiovisual de la región. Un tema éste que, según algunas referencias, correría peligro de continuar, pese a la importancia que tiene la obtención, el procesamiento y la difusión de información y estudios, sin los cuales resultaría muy poco seria cualquier política para el desarrollo del sector.
Puede apreciarse en los datos referidos al Mercosur Audiovisual una serie de valiosos y necesarios objetivos, únicos si se los compara con los restantes medios de comunicación o de expresión cultural de nuestros países, aunque también debe señalarse que, como sucede en los viejos y nuevos proyectos de intercambio e integración regional, aparecen importantes asimetrías entre lo que los organismos acuerdan y se proponen llevar a cabo y los resultados concretos de dicha labor. Un tema digno de análisis pero que escapa ahora a la finalidad de estas primeras reflexiones.
En esta situación se inscribe, por último la labor que viene llevando a cabo desde hace varias décadas la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano (FNCL) en La Habana,  primera institución regional que se ocupó de estudiar, allá por los años 80, las relaciones crecientes del video con la producción y difusión fílmica y que en los últimos años se ha ocupado de producir distintas investigaciones sobre el cine regional, por ejemplo, las referidas a la producción y mercados de esta industria tanto dentro de cada país, como en la región y en cada mercado de la Unión Europea, así como en Estados Unidos y Canadá. O también, el impacto de las nuevas tecnologías audiovisuales en la industria del cine y algunas de las más importantes experiencias habidas en materia de formación crítica de las nuevas audiencias audiovisuales para desarrollar su libertad de elección en el momento del consumo. Más recientemente aún, se ha ocupado de reunir y analizar las experiencias del llamado cine comunitario, es decir, de aquel que no aspira a insertarse necesariamente en la distribución y exhibición de carácter comercial. Al respecto, sería recomendable acceder al sitio del llamado Observatorio Cinematográfico y Audiovisual de América Latina (OCAL), dependiente de dicha Fundación (www.cinelatinoamericano.org/ocal)
En nuestro país, los avances de esta última década, pese a eventuales limitaciones o posibles juicios críticos, es sin duda el más importante del primer siglo de existencia de nuestro cine. Dan cuenta de ello la Ley 24.377 de Fomento y Regulación de la Actividad Cinematográfica, aprobada en 2004, sustituyendo a la Ley 17.741 de 1968, y la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, que reemplazó al Decreto 22.285 promulgado en 1980 por la dictadura militar –con diversas trabas judiciales aún para implementarse efectivamente-  y las acciones cada vez más integradas y crecientes entre la producción de películas y de productos destinados a la TV –por ejemplo la labor de INCAA-TV- así como las tentativas de impulsar el crecimiento de salas, como son los llamados Espacios INCAA, y de potenciar, con un sentido federal, la labor de las nuevas generaciones de realizadores.
Otros países del Mercosur, con la excepción de Paraguay, cuentan también con sus propias legislaciones para el cine y el audiovisual, las que han sido sancionadas, como en el caso Uruguay en 2008, o bien modificadas y actualizadas a lo largo de la última década, como ha sucedido en Brasil.
Podría agregarse a este panorama la aparición de nuevos sistemas de producción y comercialización en la industria audiovisual, como son las salas digitales –entre el 8% y el  14% son de ese carácter en el conjunto de América Latina; la existencia de nuevos formatos en el video de películas, como es el DVD; la TV digital; los videojuegos; Internet (Argentina, con el 65% de hogares conectados, es el país de mayor penetración de este sistema en América Latina, seguido de Uruguay, con el 53%); la telefonía móvil y otros medios aparecidos con el crecimiento de las denominadas NTICs.
Pese a todo este desarrollo del audiovisual, debe destacarse la carencia de adecuados sistemas de intercambio, distribución y exhibición de los países latinoamericano, incluidos los del Mercosur, así como las dificultades de nuestras cinematografías para competir con cierto éxito en los mercados de otras regiones. En ese sentido, el mercado español representa aproximadamente el 50% de las exportaciones del cine latinoamericano en el conjunto de países que conforman la Unión Europea, donde las películas de toda la región no llegaron a ocupar más del 2% de las recaudaciones de las salas europeas en la primera década del presente siglo.
Resulta obvio señalar que si se ha explayado la información sobre la industria del cine y el audiovisual, es, entre otras cosas, porque dicha industria cultural es la principal, sino la única, que ha logrado un cierto nivel de desarrollo en cuanto a políticas, legislaciones, producción e intercambios entre los países del Mercosur.
IV
A manera de esbozar algunas conclusiones que surgen del panorama referido, podrían señalarse entre otras, que la transnacionalización y concentración son los dos rasgos distintivos de la nueva situación planteada en las industrias culturales. Esto amenaza también a la diversidad cultural en materia de producción de contenidos. El mayor  control de la industria y de los mercados locales, implica a la vez, un poder de igual magnitud sobre la “agenda” de programación y los títulos a producirse, sean ellos películas, programas de TV, discos, libros o material discográfico.
El sector más perjudicado con estos procesos son las pequeñas y medianas industrias culturales (Pymes). Mientras que los grandes conglomerados desarrollan líneas de producción de éxito seguro, sostenidas habitualmente en fuertes inversiones de publicidad y marketing, los emprendimientos de menor capacidad están obligados a trabajar en los espacios intersticiales que logran sobrevivir: nuevos y desconocidos creadores, experiencias artísticas innovadoras, públicos altamente selectivos, mercados territoriales limitados, etc., con los consiguientes riesgos que ello representa para cualquier tipo de inversión productiva.
Los pequeños editores de libros o de fonogramas se ocupan así de producir obras de nuevos creadores y de tiraje muy reducido; las publicaciones periódicas se orientan a franjas minúsculas de lectores, principal fuente de financiamiento de las mismas, en tanto ellas no cuentan con avales publicitarios; los nuevos cineastas y videastas, sin productores interesados en arriesgar financiamiento alguno, se abocan a tramitar subsidios gubernamentales, en el marco de presupuestos seriamente afectados por la volatibilidad de muchas políticas vigentes. Tales situaciones afectan conjuntamente a la fabricación y comercialización de manufacturas culturales y a los procesos de diseño y creación artística, cultural y comunicacional.
La concentración de la producción y de los mercados, tiende a estandarizar y a serializar no sólo los procesos de fabricación y producción de libros, revistas, discos y películas, sino también los contenidos simbólicos y las narrativas inherentes a dicha producción, además de sus obvias implicancias en la demanda y el consumo. Ello  permite pronosticar una seria amenaza a la diversidad comunicacional y cultural, es decir, a la democracia, que debe ser inherente a la cultura para que ella sea tal.
Esta situación tenderá a agravarse aún más en los próximos años, si es que no se implementan políticas públicas de regulación y fomento, cuya finalidad principal sea la de garantizar relaciones equitativas y justas, en suma, democráticas,  entre los intereses nacionales y los de otras regiones. Políticas destinadas a incidir de manera integral y  simultánea sobre los campos de la economía del sector, del desarrollo social y de la cultura nacional. Ellas deben incluir, necesariamente, la regulación antimonopólica del sector, y también medidas de fomento a las pequeñas y medianas empresas, en las distintas regiones de cada país, requisito básico para la descentralización y la diversidad que requiere el desarrollo cultural nacional y regional.
El proceso de integración del Mercosur requiere de políticas públicas consensuadas que faciliten y promuevan la existencia de procesos dialogales e interactivos, de "doble vía", antes que de "mano única", los cuales demandan de un desarrollo productivo en cada país para democratizar los intercambios culturales.
En este sentido, la reflexión y la adopción de políticas en el sector suelen aparecer muy rezagadas con respecto a las transformaciones efectivas que él experimenta. Sin embargo, la globalización de las economías y su consecuente tentativa de proyección sobre las culturas del mundo, incentiva más que restringe, la necesidad de fortalecer o revitalizar las identidades de cada comunidad.
Falta, sin embargo en nuestro caso, una acción conjunta de los agentes principales de las IC del Mercosur (organismos públicos, organizaciones empresariales y sociales, autores y creadores, campo académico), para dinamizar el intercambio de información y de bienes y productos, junto con el establecimiento de políticas y legislación para beneficio del conjunto, antes que de alguna de las partes. Dicha acción conjunta puede ser planteada a escala regional, nacional o local, según la importancia que se le otorgue a la misma por el sector público y privado. Nada impide a una ciudad importante como a una provincia, crear sus propios sistemas de información cuantitativa (estadística, datos confiables, etc.) sobre la dimensión económica y social del sector, sea titulándose como información de las “industrias culturales”, como de las “industrias creativas”, según las características y la situación de cada lugar. Tampoco nada impide a los países del Mercosur poner en marcha ese mismo tipo de sistemas, base referencial e ineludible para contribuir al mejoramiento de las políticas públicas y de las actividades y emprendimientos de empresarios, creadores, técnicos y trabajadores.
Base también, sin duda para avanzar luego o simultáneamente –más allá de estadísticas y datos fríos- en los estudios e investigaciones de carácter cualitativo, que permitan una profundización mayor para conocer la incidencia de las IC, según la oferta y demanda que se experimente con las mismas, en la formación educativa, cultural de la población y en el desarrollo de una comunidad más democrática, justa y solidaria.
Todo indica que las urgencias impuestas por la globalización a las naciones subalternas como las nuestras, obliga a saltar etapas y que cualquier pretensión puramente nacional resultará insuficiente o tardía, si ella no se enmarca en acuerdos y decisiones de conjunto entre los países de la región, aunque más no sea, para poder negociar en mejores condiciones con los principales exponentes del poder transnacional la situación de nuestras IC y de nuestras culturas.
Finalmente, entre las sugerencias o recomendaciones que podríamos plantear sobre este tema, cabría recuperar algunas de las que se propusieron hace dos décadas o en períodos posteriores y que aparecen como contribución de diversos sectores relacionados con las IC. Recuerdo, por ejemplo, las que se expusieron diez años atrás, en la Secretaría de Cultura de la Nación y en lo que entonces era la Dirección de Industrias Culturales. Entre otros puntos destacados figuraban los de:
-          Crear un Programa para la Promoción de las IC del Mercosur, que contribuya a la integración regional y del que participen los organismos públicos involucrados y los principales agentes privados y sociales del sector.
-          Promover la creación de Consejos Nacionales Honorarios –también provinciales o municipales- para la Promoción de las IC con la participación activa y democrática de todos los sectores comprometidos.
-          Crear un Observatorio Mercosur Cultural que reúna y sistematice datos estadísticos y estudios cualitativos sobre la situación de los distintos sectores culturales de la región.
-          Realizar Acuerdos Nacionales entre Cultura, Economía, Industria, Trabajo y Educación para incorporar la información existente en cada lugar, sea de carácter económico, social o cultural, en los Sistemas de Estadística y Censos, tendiendo a la incorporación del sector como Cuentas Satélites de Cultura en los Sistemas de Cuentas Nacionales.
-          Promover la construcción de redes regionales sectoriales de las IC en las que se realicen acciones conjuntas para el beneficio mutuo, tal como se ha iniciado en el sector del cine y el audiovisual.
-          Realizar convenios entre los países del Mercosur, que puedan convertirse en leyes nacionales, para la creación de Programas de Coproducción y Codistribución de Bienes y Servicios Culturales y de Mercado Común Cultural.
-          Promover en las instituciones académicas la realización de estudios sobre lis diversos campos de la cultura, algunos de ellos de creciente vinculación con las IC, como el turismo cultural, artes escénicas y musicales, juegos y deportes, diseño industrial, informática e internet, artesanías, y sobre la incidencia cualitativa de las IC en la educación, la cultura y la vida social de cada pueblo.
En suma, propuestas no demasiado novedosas ni originales, pero de cuya implementación efectiva puede dependen en buena medida el desarrollo de las IC y de la cultura y la economía mercosureñas.

Mendoza, junio de 2012.
octaviogetinocine.blogspot.com

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