REFLEXIONES
SOBRE LA SITUACIÓN ACTUAL DE LAS INDUSTRIAS CULTURALES EN EL MERCOSUR
Octavio
Getino
I
Referirse actualmente, año
2012, al tema de las industrias culturales en el Mercosur, implica abordar,
antes que nada, dos subtemas en los que aquel puede tener algún grado de comprensión
y tratamiento. Uno de ellos es el del Mercosur y otro el de las industrias
culturales. Complementarios, sin duda, pero a la vez marcados por situaciones que
han ido variando en los primeros años de este nuevo siglo.
En relación al primero de
ellos, cabe recordar que el primer tratado suscripto en Asunción del Paraguay
para la creación del llamado Mercado Común del Sur, o MERCOSUR, data de 1991,
es decir, algo más de veinte años atrás.
Un tratado entonces muy loable, el único con valor legal entre los
posteriores convenios y acuerdos que surgieron en América del Sur y en el
conjunto de la región, que en su artículo primero sostenía que la función del
organismo regional proyectado sería “la
libre circulación de bienes, servicios y factores productivos” entre los
países constituyentes. Los que en aquel entonces eran Argentina, Brasil,
Paraguay y Uruguay, a los cuales se sumaría, en trámite de admisión, Venezuela,
y como estados asociados, Bolivia, Chile, Colombia, Ecuador y Perú.
Numerosos protocolos fueron
sucediéndose en estas dos décadas, protocolos de distinto tipo, un listado que
se inició en 1994 con el de Ouro Preto, donde se definió formalmente la estructura
institucional del proyecto, o los que tuvieron lugar en Ushuaia en 1998,
referido al llamado “compromiso democrático con el Mercosur y Bolivia y Chile”,
hasta el que tuvo lugar en 2011, en Montevideo, para tratar nuevamente el “compromiso con la democracia”.
De ninguna manera se ponen
en dudas las buenas intenciones y los compromisos formales asumidos en favor de
un mercado común por parte de quienes suscribieron los referidos protocolos,
pero lo que debería plantearse como interrogante de este tiempo es el nivel de
funcionalidad ejecutiva que tuvo el proyecto en sus veinte años de vigencia, y
si el mismo no debiera ser replanteado o actualizado a la luz de los cambios
políticos, económicos e institucionales de estas dos últimas décadas.
Nos referimos a lo sucedido
tras el fracaso de la política neoliberal, durante la cual se gestó
precisamente el Mercosur, y a las nuevas políticas e instituciones que
surgieron en la región a lo largo de este nuevo siglo. Por ejemplo, los
gobiernos electos en diversos países, marcados por políticas muy distintas las
que se habían llevado a cabo a finales del siglo XX, como fueron, entre otros,
Argentina, Brasil, Venezuela, Ecuador, Bolivia, Paraguay y Uruguay, y los
nuevos proyectos de integración regional y subregional, cuyo énfasis mayor está
puesto en lo político, como son, entre otros, la Alianza Bolivariana para los
Pueblos de Nuestra América (ALBA), donde confluyen países de Centro y
Sudamérica y el Caribe, como son Venezuela, Cuba, Ecuador, Bolivia, Nicaragua,
San Vicente y Las Granadinas, Antigua y Barbuda y Dominica, que representan
cerca de 80 millones de habitantes. O también la Unión de Naciones
Sudamericanas (UNASUR), del que participan Argentina, Bolivia, Brasil, Chile,
Colombia, Ecuador, Guyana, Paraguay, Perú Surinam, Uruguay y Venezuela. Un
total de doce países que acordaron en su Tratado Constitutivo, en mayo de 2008,
una serie de finalidades que no sólo contemplan las que se acordaron en el
nacimiento del Mercosur, pese a que no tengan el carácter formal y legal de
éste, sino que incluyen otras más ambiciosas y que van más allá del llamado
libre comercio entre las naciones.
Habría que incluir además en
esta reseña el reciente acuerdo de los países latinoamericanos lindantes con el
Pacífico (Chile, Perú, Colombia, México y otros de América Central, con una
representación de más del 31% del PBI regional) a los que seguramente se
sumarán pronto los estados del oeste norteamericano. Un proyecto de libre
comercio orientado hacia la parte del mundo (China, Japón, Corea, etc.) en la
que los intercambios comerciales podrían presentar un mejor futuro.
Entretanto ¿qué papel está
representando el Mercosur a la luz de los cambios referidos? ¿No está
sucediendo que el proyecto de integración comercial regional sigue pensándose
como sucedía a fines del siglo pasado cuando se hace imperioso repensarlo a la
luz de los acontecimientos del nuevo siglo?
Este es un subtema que
puede llevar a reflexiones o debates, ajenos a los propósitos de estas breves
notas. Una reflexión parece tener un valor casi irrefutable: la gestión
concreta de los estados de la región mercosureña –sea por inestabilidad
política, limitaciones de las dirigencias públicas, privadas y sociales u otras
razones- es visiblemente más lenta y por lo tanto, lindante con la ineptitud,
que la de los cambios históricos que se han producido en el conjunto de la
región, así como en otras partes del mundo.
Por ello, referirnos hoy a
las naciones que integran el Mercosur obliga a delimitar su territorialidad y,
al mismo tiempo, vincular su quehacer, con el de aquellas que aún formando
parte de dicho proyecto, también lo hace de algunos otros, para precisar sus
compromisos reales –más allá de la firma
reiterada de acuerdos, tratados y protocolos.
A esto se suma el segundo subtema,
que es el de las industrias culturales. ¿A qué nos referimos concretamente
cuando queremos indagar un campo como este, cuya tratamiento nació, al menos en
América Latina, casi paralelamente al Tratado de Asunción, cuando se puso en
marcha el Mercosur?
Fue precisamente en 1991 y
1992 cuando se llevó a cabo en nuestro país el primer estudio propiciado por el
entonces INAP, que llevó como título “Industrias
culturales: dimensión económica y políticas públicas”. En lo que nos consta
como información, este fue el primer abordamiento del tema que tuvo lugar en
América Latina y el Caribe.
Pero pocos años después, a
mediados y finales de dicha década, otros países comenzaron a tratar, tal vez
con criterios y fines diferenciados, la situación de las IC y la incidencia de
la cultura en la economía, el empleo, el PBI y la balanza comercial de cada
nación. Es el caso de los emprendimientos que tuvieron lugar a instancias del
Convenio Andrés Bello (CAB), inicialmente en Colombia, luego en Chile, con la
apoyatura de los organismos responsables de cultura, y después, con nuevas
fuentes de financiamiento, en Bolivia, Venezuela, México y otros países.
El concepto de IC fue
adoptado también en el Mercosur, cuando a finales de1999, la Reunión del
Parlamento Cultural del MERCOSUR (PARCUM) aprobó en Montevideo el auspicio y la
promoción de un estudio sobre la incidencia económica y social de las IC para
la integración regional. También en algunas ciudades, como La Paz, Bolivia se
hicieron trabajos semejantes, en este caso a cargo del Programa de
Investigación Estratégica de dicho país, coincidiendo todos ellos en que las IC
aparecían como un instrumento idóneo para fortalecer los procesos de
integración económica, política y social, así como los de carácter cultural,
basamento estratégico de aquellos.
Aún no había llegado a
nuestros oídos el nuevo concepto, el referido a “industrias creativas”, que
había comenzado a pergeñarse en Australia y Gran Bretaña, y que modificaba
sustancialmente el campo de estudio de lo que en nuestros países seguíamos
definiendo como industrias culturales. Además, si con este concepto pueden
existir visiones no siempre coincidentes, con el nacido a mediados de los años
90 en países anglosajones, las visiones tampoco eran similares, con lo que comenzó
a complicarse todavía más el espacio y las características del sujeto de
estudio, no tardando mucho tiempo para que especialistas y académicos de otras
regiones comenzaran a expandir la idea de industrias creativas como noción
superadora de la que había nacido como industrias culturales.
Si esta situación la
ubicamos en el marco de los cambios institucionales a los que antes no
referimos, no es difícil percibir que la misma contribuyó a instalar nuevos
debates, generalmente académicos, pero también ubicables en distintas gestiones
culturales, para las cuales no resultaba del todo fácil definir cuales
industrias se correspondían con lo “cultural” y cuales otras con lo “creativo”
(un término procedente de teóricos de otras regiones que habían comenzado a descubrir
el valor y la importancia de lo que denominaban “economía creativa”.
Precisamente en 2008, la
Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD) emite
un informe con aportes de distintos órganos de Naciones Unidas, como la propia
UNCTAD, UNESCO, OMP y otros, en el que fija y propone su posición como nuevo
paradigma para el desarrollo mundial: “En
el mundo contemporáneo, un nuevo paradigma está emergiendo interrelacionando la
economía y la cultura. Este paradigma abarca aspectos económicos, culturales,
tecnológicos y sociales del desarrollo, a niveles tanto macro como micro. Su
concepto central es que la creatividad, el conocimiento y el acceso a la
información son cada vez más reconocidos como potentes motores del crecimiento
económico y de la promoción del desarrollo en un mundo que se globaliza. La
“creatividad” en este contexto se refiere a la formulación de nuevas ideas, y a
la implementación de estas ideas en la producción de obras de arte y de
productos culturales originales, creaciones funcionales, invenciones
científicas e innovaciones tecnológicas. En consecuencia, existe un aspecto
económico de la creatividad, observable en la manera en la que contribuye a la
iniciativa empresarial, alimenta la innovación, mejora la productividad y
promueve el crecimiento económico.”
Como vemos, también es de
fecha reciente la vigencia de un debate sobre este subtema, el que ha llevado a
que distintos organismos públicos del sector cultural sigan denominándose como
responsables de “industrias culturales”, delimitando dicho campo de estudio y
gestión a determinados rubro y otros hayan iniciado su actividad en nombre de
las “industrias creativas”, que además de las incluidas en el anterior se
explayan sobre sectores no necesariamente industriales, sino de clara
competencia con lo que podríamos definir como “actividades” o “servicios”
culturales.
Son temas que merecen una
reflexión y análisis tanto en el campo académico como en el social y en el
político, pero de cuya definición en uno o en otro sentido, podría abordarse
con mayor precisión el tema que ahora nos convoca y que es el de “La industria
culturales en el Mercosur”.
II
Alguien definió a la
cultura como el “alma” de un individuo o de un pueblo. Cabría agregar que las
llamadas IC de nuestro tiempo son efectivamente el “motor” que dinamiza aquella
según los intereses públicos o sectorizados de quienes lo manejen.
Entendida como proceso
social de producción simbólica, la cultura comenzó a materializarse en
mercancías con el desarrollo industrial, deviniendo a lo largo del siglo XX en
producción mercantil simbólica. El producto cultural resultante fue así
legitimándose en una doble dimensión valorativa: mercancía, como dimensión
económica, material y tangible, y simbólica, como dimensión ideológica,
inmaterial e intangible, o lo que es igual: libro y obra literaria; disco y
obra musical; película y obra cinematográfica; etc.
El impacto económico y
social de estas industrias –a veces definidas como del “entretenimiento”, de la
“creatividad” o del “copyright”- está
hoy fuera de toda duda. Según datos de la UNESCO, ellas constituyen uno de los sectores de mayor crecimiento en
el mundo, estimándose que generan más de 1,5 billones de dólares con un
crecimiento anual estimado de entre el 7 y el 8%. Aunque debe destacarse que
entre el 80 y el 90% de dicha facturación corresponde a los EE.UU. y a la Unión
Europea, reservándose el porcentaje restante a las otras regiones del mundo,
entre las cuales se ubica la nuestra.
Por otra parte, la
facturación de las “Nuevas Tecnologías de la Información y la Comunicación” (NTICs),
donde se incluyen el audiovisual, la informática y las telecomunicaciones
-recursos cada vez más interrelacionados con la educación, la cultura y el
entretenimiento- representaría actualmente cerca de 3 billones de dólares. Una
facturación que, a su vez, está concentrada en las naciones de mayor desarrollo
si se tiene en cuenta que un 65% de la población del mundo –según estudios de
pocos años atrás- no ha hecho nunca una sola llamada de teléfono y que existen
más líneas telefónicas en Manhattan que en toda el África subsahariana.
En cuanto a su incidencia
en la vida cultural de nuestros pueblos tampoco parecen existir demasiadas
dudas. Las IC se instalaron y crecieron básicamente a lo largo del siglo XX a
partir de la iniciativa y las inversiones de empresarios nacionales, a las
cuales se integró la originalidad de sus artistas y creadores, y la probada
eficiencia de profesionales y técnicos, junto con una ciudadanía deseosa de sentirse
autorepresentada y expresada en los bienes producidos. También, contribuyó a su
consolidación la existencia de políticas de Estado, con más claridad y eficiencia en unos momentos que en otros,
sin las cuales ellas no hubiesen alcanzado el reconocimiento internacional que
en algún momento tuvieron.
Sin embargo, en las últimas
décadas, particularmente desde los años 90, las IC han experimentado en casi
todos los países de la región fuertes procesos de concentración y
transnacionalización, simultáneos a los que se llevaron a cabo en la economía y
las finanzas mundiales como parte del proyecto globalizador. “Hoy en día, muchas empresas culturales de
Europa y Latinoamérica- destaca un informe del Banco Interamericano de
Desarrollo (BID)- ven amenazadas su independencia
y la capacidad de reforzar su posición, debido al proceso de concentración y a
la imposición de un modelo vehiculado por la mundialización de intercambios.
Estas regiones corren el riesgo de ver la cultura sometida a las leyes del
mercado, y sus productos convertidos en simples mercancías”. O como observa
un estudio realizado en la Facultad de Periodismo y Comunicación de La Plata: “Estos grupos multimedios se han convertido
en megaempresas con una enorme capacidad de presión. Discuten políticas, apoyan
o desgastan gobiernos, instalan buena parte de los temas sobre lo que se habla,
silencian o multiplican. Y están presentes en lo cotidiano, demasiado tiempo,
en demasiados temas, con demasiadas caras”.
Convengamos que la teoría
económica no incluyó en el pasado ningún interés especial por la cultura y en
consecuencia por medir o valorar su dimensión en las economías nacionales o
locales. Los prohombres de la economía no hicieron sino proseguir la visión de
los padres fundadores –Adam Smith y David Ricardo, sin ir más lejos- que, si
bien advirtieron los efectos externos de la inversión en las artes, no
consideraban que éstas tuvieran capacidad de contribuir a la riqueza de la
nación, ya que, pensaban, pertenecían al ámbito del ocio. Para ellos la cultura
no era un sector productivo.
El primer estudio oficial
que se realizó en Europa sobre este tema, recién se llevó a cabo en 1984, para
establecer la relevancia económica de las instituciones culturales de Zúrich, y
fue encomendado por el Parlamento de dicha ciudad con el propósito de “justificar las subvenciones de la Opera, el
Teatro Municipal, la Filarmónica y el Museo, desde un punto de vista económico”.
El análisis se centró en dos temas principales: el porcentaje de la subvención
que volvía a las arcas del Estado, de manera directa o indirecta, y las
influencias que tenían estas subvenciones sobre la economía y el sector
privado. La primera conclusión de dicho estudio fue que la investigación había
demostrados que las cuatro instituciones tienen, más allá de su relevancia
cultural, una considerable importancia económica. Si bien dependen de la
subvención estatal para llevar a cabo sus funciones, también es cierto que
parte del dinero invertido en ellas vuelve al Estado y significa un notable impulso
para la economía en general.
Más adelante, otros
estudios realizados en otras partes del mundo, fueron aún más allá, probando
que la cultura no sólo era rentable para el sector privado, sino que el
conjunto de sus actividades, producciones y servicios, representaba una
importante fuente de recursos para las propias finanzas del Estado.
En términos generales, los
trabajos de investigación realizados en esa época pretendían, como lo siguen
haciendo de alguna manera, cumplir con una finalidad instrumentalista, como es
la de legitimar la existencia o el incremento de los presupuestos públicos y
privados para sostener las actividades culturales. O bien, como observa el
catalán Lluís Bonet, medir el efecto económico que se desprende del gasto
interior en consumo e inversión, así como el gasto exterior en bienes y
servicios del sector Cultura, y su impacto directo, indirecto e inducido sobre
la producción, el valor agregado, el empleo, la demanda de importaciones o
cualquier otra magnitud económica relevante para el propio sector y el resto de
ramas de actividad de una economía”.
O también como señala el
colombiano Germán Rey: “Con esto se
intenta conocer las influencias que la cultura genera en la economía en una
sociedad determinada, pare revisar el pensamiento económico con vistas a
mejorar su capacidad de aprehender la realidad que estudia. Por su parte, los
análisis desde la Economía de la Cultura se han abocado a entregar información
sobre la esfera cultural a partir del saber económico. En este sentido se
comporta con un nivel más práctico para el conocimiento de la incidencia de la
cultura en la economía, que el que es propio de la Economía Cultural. En
definitiva, mientras que en ésta son los significados culturales los que tratan
de ampliar el lenguaje económico, en la otra perspectiva, la de la Economía de
la Cultura es el lenguaje económico el que se aplica a los productos culturales”.
Es este marco de referencia
donde aparecieron las primeras iniciativas de los gobiernos locales para
comenzar a estudiar la dimensión económica de las IC en los países del
Mercosur, así como las posibilidades entonces existentes de llevar a cabo
políticas de integración que contribuyen al desarrollo regional. Fue en
diciembre de 1999, durante el VI Encuentro del Parlamento Cultural del Mercosur
(PARCUM) que se resolvió aprobar en Montevideo un primer proyecto de
investigación que pocos meses después se conoció como “Las
industrias culturales en el Mercosur: Incidencia económica y sociocultural,
Intercambios y Políticas de Integración Regional”.
Este proyecto que tuvo como
organismo coordinador a la Secretaría de Cultura y Medios de Comunicación de
nuestro país, contemplaba una Etapa Preparatoria de tres mes de duración, de la
que participamos investigadores de Argentina, Brasil y Uruguay, que contó con
el apoyo de la Agencia Interamericana para la Cooperación y el Desarrollo
(AICD) de la OEA. Paraguay quedó excluido debido a que la OEA argumentó que dio
país debía alguna cuota a dicho organismo, aunque tiempo después participaría
con el apoyo de otro organismo internacional.
En diciembre de 2000, la XI
Reunión de Ministros de Cultura del Mercosur y Países asociados, confirmó el
proyecto en Río de Janeiro destacando con “beneplácito” la importancia del
mismo, un gesto que ratificaría en junio del año siguiente con el fin de
promover de manera conjunta al sector de las IC de la región.
Fue así que entre
septiembre y diciembre de 2001, con tres investigadores nacionales a cargo
pusimos en marcha la Etapa Preparatoria de lo que fue la primera y única
experiencia de ese tipo que se desarrolló en el espacio mercosureño y de la
cual participaron como observadores expertos del sector cultura de Chile,
Bolivia y el Convenio Andrés Bello (CAB). Incidieron además en favor del proyecto
las recomendaciones de un Seminario Internacional que tuvo lugar en ese mismo
año en Santiago de Chile sobre la “Importancia
y proyección cultural del Mercosur, Bolivia y Chile en miras a la integración”,
donde, entre otros puntos, se acordó proponer a los organismos de cultura un
incremento del intercambio de información sobre el desarrollo de las IC en la
región y contar con adecuada información estadísticas sobre los distintos
sectores involucrados en el tema del sector.
Los resultados de este
trabajo fueron publicados en Buenos Aires en 2002, con el sello del “Mercosur
Cultural” y el financiamiento de la OEA.
Nunca más se avanzó en estudios de ese carácter, aunque no tardaron en
aparecer iniciativas en algunos países, provincias o grandes ciudades, en los
que comenzó a desarrollarse una preocupación por parte de diversos organismos
de cultura para poner en marcha oficinas, direcciones o subsecretarías a cargo
del acopio y procesamiento de información sobre las IC. O del nuevo concepto de
Industrias Creativas que en esa misma época comenzó a crecer en algunos países
a instancias de las ideas propuestas desde Gran Bretaña en particular y también
de algunos organismos internacionales.
Los resultados de esa
“Etapa Preparatoria” del estudio referido –no hubo después ninguna otra etapa
institucionalizada- tenían sin duda las limitaciones y la provisoriedad de un
primer trabajo, en el que debíamos contar con fuentes relativamente confiables.
Y que no existían en realidad. En la Dirección de Cuentas Nacionales del INDEC
se nos dijo, por ejemplo, que nunca se les había ocurrido implementar una
Cuenta Satélite de Cultura porque nadie había ido hasta ese momento a darles
una precisión sobre lo que involucraba el término “cultura”. Además en el llamado Clasificador Nacional de
Actividades Económicas (CLANEA), donde figuran en detalle los rubros
contemplados en cada actividad, los servicios de radio y televisión, por
ejemplo, eran simplemente los que se limitaban “a la producción de programas de radio y televisión”, o los de
edición abarcaban “las actividades de edición, estén o no vinculadas o no a las de
impresión”, mientras que, finalmente, en el clasificador de publicidad, no
existía ninguna otra descripción que la
de “Servicios de Publicidad”. En
cambio, otros sectores de la economía nacional que al parecer habían incidido
en la definición de sus actividades con el fin de contar con referencias
estadísticas sobre las mismas, se hacían presentes en los distintos
clasificadores de manera contundente.
Por ejemplo, en el correspondiente a “Menudencias” en los productos cárnicos, insistimos, sólo
menudencias, ellas abarcarían “los
siguientes órganos relacionados con los mamíferos: corazón, timo o molleja,
hígado, bazo o pajarilla, mondongo o rumen, librillo o redecilla, cuajar de los
rumiantes, intestino delgado o chinchulines, recto o tripa gorda, riñones,
pulmones o bofe, sesos o encéfalo, médula espinal o filet, criadillas,
páncreas, ubre y extremidades o patitas”.
Sólo para proporcionar
algunos datos cuantitativos de la importancia de las IC en el Mercosur a
finales de los años 90 podríamos sostener que las mismas representaban un
movimiento económico de aproximadamente 8 mil millones de dólares anuales,
cifra que duplicaría al monto global de los recursos destinados en ese entonces
para el conjunto de los servicios sociales nacionales: Salud (770 millones de
pesos), Promoción y Asistencia Social (1.229 millones), Educación y Cultura
(1.904,4 millones), Ciencia y Técnica (533,3 millones), Trabajo (64,5
millones), Vivienda y Urbanismo (1.016,7 millones) y Agua Potable (107,4
millones).
El número de receptores de
radio era de 62,5 millones en Brasil (348 por mil habitantes); 23 millones en
Argentina (676 por mil habitantes); 2
millones en Uruguay (676 por mil habitantes);
cerca de 800 mil en Paraguay (180 por mil habitantes). En este sentido, la
posesión de aparatos de radio por cada mil habitantes en ese entonces era casi
similar en Bolivia (670) que en Argentina (673) y en Uruguay (606).
En el rubro televisivo, la
penetración en los hogares estaba condicionada por el nivel de urbanización de
cada país, alcanzando por ejemplo en 1995, un nivel parecido en Argentina (219
aparatos por cada mil habitantes), Uruguay (232), Chile (215) y Brasil (209), descendiendo abruptamente en
países de mayor población rural como Bolivia (115) y Paraguay (93). La
facturación publicitaria, que es la que sostiene la mayor parte de los
presupuestos de la TV abierta, se eleva en Brasil a más de 2.600 millones de
dólares anuales, mientras que es de unos
1.500 millones en la Argentina y ascendió en 1996 a 450 millones en Chile.
En cuanto a penetración en
los hogares, la televisión de pago (cable y satelital) presenta un panorama de
algún modo semejante a la TV abierta, con un porcentaje de hogares abonados que
superaba en 1997 el 53% en Argentina, el 42% en Uruguay y el 30% en Chile
(previéndose para este país una penetración en el 50% de los hogares para el
2000), y con tasas menores en los restantes países. Este sector tendía a
desplazar al de la TV abierta en cuanto a facturación anual –lo que explica la
creciente articulación o integración empresarial de ambos sectores-
representando alrededor de 1.600 millones de dólares en la Argentina, 1.200 millones en Brasil y aproximadamente
250 millones en Chile. Por otra parte, desarrollo satelital tanto internacional
como regional facilita el rápido
crecimiento de estos nuevos sistemas de comunicación televisiva, permitiendo a
las emisoras de algunos países, como Argentina, Brasil y Chile, proyectarse con
sus imágenes sobre la región.
En el rubro editorial,
dedicado a la producción de libros y publicaciones periódicas, los niveles de
educación y alfabetización incidían también en el mayor o menor desarrollo
industrial. Las empresas brasileñas producían más 50 mil títulos al año, con un
tiraje de 340 millones de ejemplares –cifra que equivalía a una media de 2,4
libros por habitante y un volumen de
ventas- cercano a los mil millones de
dólares en el mercado local.
En el rubro fonográfico
–donde el conjunto de América Latina ocupaba el 12,6 del mercado mundial-
Brasil poseía el mayor volumen de producción y comercialización en el sur del
Continente, superando los 108 millones de unidades vendidas en 1997, frente a
los 27,4 millones de la Argentina, o los 11 millones de fonogramas vendidos
conjuntamente entre Uruguay y Paraguay.
La producción
cinematográfica que desde los años 60 tenía a Brasil como el país más
desarrollado de la región (más de 50 largometrajes en 1965, frente a un
promedio de 30 por año en Argentina), se centraliza entonces, como sucede en la
actualidad en la Argentina, aunque la industria brasileña, debido a los cambios
recientes de su legislación, está retomando en parte la dimensión que tuvo años
atrás. Ambos países, a los cuales se había sumado Chile en los últimos años,
cuentan con un fuerte prestigio internacional en lo referente a la calidad
estética y técnica de sus producciones.
En el caso de la publicidad
ella constituye un poderoso factor de incidencia cultural, al apropiarse de
signos y valores simbólicos de cada espacio para resignificarlos en la forma de
nuevos productos con el fin de incentivar determinados consumos o de inducir a
determinadas actitudes o conductas individuales y sociales. Su papel no puede
ser soslayado cuando nos referimos a la cultura y a la situación de las
industrias del sector. Principalmente en los rubros donde el financiamiento
publicitario constituye la base principal de medios tales como las
publicaciones periódicas, la radio, la televisión, y en menor medida el cine y
el video. En lo referente a la incidencia económica, cabe recordar que los
gastos publicitarios de los países del Mercosur representaban entre 8 y 9 mil
millones de dólares anuales, de los cuales, algo más de un 50% se destinaba al
medio televisivo.
En materia de “industrias
de soporte”, dedicadas a producir tecnologías e insumos para las IC, ellas
estaban concentrada casi totalmente en los EE.UU., Europa y países asiáticos.
Apenas Brasil y Argentina producen o ensamblan algunos equipos (televisores,
videograbadoras, reproductores de sonido) mientras que el grueso de la
maquinaria, el instrumental, los equipos y la tecnología básica es importado,
con la consiguiente erogación de divisas. Ello implica a todas las industrias,
afectando principalmente a las que necesitan de recursos tecnológicos modernos
(electrónica, informática, etc.) pero también a las que demandan equipamientos
electromecánicos o de suministro de insumos elementales (celulosa, papel,
película, cinta magnética). etc.). Brasil es el país que, en este punto ha
preservado más que cualquier otro en la región su capacidad en cuanto a diseño
y fabricación de tecnología propia.
A esto puede agregarse la
importancia de las “industrias conexas”, por su
creciente interrelación con la producción y el consumo de bienes
culturales y de información. Ellas son básicamente la informática y las
telecomunicaciones, con su incidencia en el acceso, vía teléfono y ordenador
(Wed) a la producción discográfica, cinematográfica, videográfica, libros,
diarios y revistas e, inclusive, la publicidad.
Esta era, al menos, la
situación en las mediciones estadísticas del INDEC y otras fuentes en los
inicios de la presente década, tanto aquí como en otros países de la región, y
de la cual hubimos de partir para gestionar nuevas y diversas fuentes que nos
proporcionaran los datos cuantitativos requeridos en el proyecto. Sospecho que
desde entonces hasta ahora, no habrán existido cambios significativos, en las
estadísticas oficiales ocupadas del sector Cultura, por lo menos en organismos
especializados en ese tema, con las Cuentas Nacionales del INDEC, lo cual fue
compensado tiempo después con iniciativas más meritorias a cargo de organismos
locales. El más importante de ellos, es la creación del SINCA, un Sistema de
Información Cultural dependiente de la Secretaría de Cultura de la Nación,
cuyos estudios e informes periódicos cubren de manera valiosa algunas de las
necesidades que diez años atrás aparecían a ojos vista.
A escala más local, la
creación años atrás del Observatorio de Industrias Culturales de la Ciudad de
Buenos Aires (OIC), convertido luego por el gobierno de Macri en Observatorio
de Industrias Creativas, también con la misma sigla OIC, cubre parte de las
necesidades de información y análisis que son propias de este sector de la
cultura, formando parte de la Subsecretaría de Industrias Culturales del
Ministerio de Producción del GCBA.
Finalmente, en otras
provincias o ciudades importantes, han comenzado a trabajar de acuerdo con las posibilidades
de cada lugar, oficinas o direcciones encargadas de asumir ese tipo de
funciones.
Pese a esto, y a los
compromisos del SINCA con un proyecto de información cultural resuelto en los
países iberoamericanos, no tenemos conocimiento alguno de gestiones semejantes
en lo que concierne al Mercosur. Nada nuevo apareció, según la información que
disponemos, desde aquel estudio que nos tocó coordinar hace algo más de diez
años, aunque no debería omitirse la gestión acordada entre organismos públicos
de Cultura de la región para iniciar gestiones con el fin de incorporar la
dimensión mensurable de la cultura como Cuenta Satélite dentro de los Sistemas
de Cuentas Nacionales que funcionan en el sector de Economía.
III
En este contexto, la única
industria cultural que ha merecido por parte del Mercosur un tratamiento más
particular y específico, fue y sigue siendo la del cine y en menor medida,
alguna de las relaciones que asocian cada vez más al mismo con las nuevas
industrias audiovisuales, en particular con las NTICs. Cabe recordar que las
políticas públicas de proteccionismo, directo o indirecto, a las industrias del
cine sigue siendo una constante en la mayor parte del mundo. Allí donde no
existen legislaciones o medidas orientadas al fomento del sector, no existen
actividades productivas en materia de películas destinadas al mercado. En
nuestro país, esto ha ocurrido desde hace más de medio siglo, con gobiernos
democráticos o dictatoriales, disponiendo unos y otros del sentido y los
contenidos admisibles en la producción.
Inclusive en los EE.UU.,
nación que no necesita siquiera de la existencia de un ministerio o una
secretaría nacional ocupada de la cultura, la producción fílmica y audiovisual
es el sector más protegido entre cualquier otro medio de comunicación y en su
defensa participan activamente desde los mismos orígenes de esta industria,
tanto Wall Street, como el Departamento de Estado y el Pentágono. Defensa que
no sólo atiende la proliferación de ideología, valores y significados que son
propios del establishment económico, político o religioso norteamericano
–recuérdese que el primer y mayor éxito comercial del cine de ese país fue “El nacimiento de una nación”, un canto
explícito al racismo imperante a principios del siglo XX- continuado luego por
la saga de películas a favor de los aliados durante la II Guerra, o en pro de
la guerra fría, o de las contiendas libradas en Corea y Vietnam y más recientemente contra los
pueblos del mundo árabe, bajo la consigna del llamado antiterrorismo. Pero
además de estas funciones paramilitares del cine hollywoodense, estuvieron y
siguen estando aquellas otras que rinden pleitesía a los valores y a la
seudomoralidad de los sectores hegemónicos de dicha nación, sea cual fuere el
género o el tipo de productos comercializados dentro de aquella o en el resto
del mundo. Y por último, tampoco habría que omitir el impacto que el medio
audiovisual ejerce sobre la economía, en la medida que a través de la oferta de
imágenes en movimiento, no importa en qué tipo de película realizada, está
presente la oferta y promoción de infinidad de productos industriales de
distinto carácter, como modas, diseños de muy diverso tipo, automóviles, cigarrillos,
alimentación, entretenimiento, armas bélicas, y todo lo que puede hacerse
presente de manera explícita o implícita, en una imagen en movimiento.
Podríamos afirmar entonces
que la industria y la economía norteamericanas y no sólo sus valores hegemónicos
en el campo de la ideología, no hubiesen alcanzado el nivel actual que hoy
tienen de no haber contado con la presencia persuasiva de sus productos
culturales, en primer término, los de carácter audiovisual, en la mayor parte
del mundo. “Las imágenes de Estados
Unidos son tan abundantes en la aldea global –señalaba tiempo atrás Kim
Campbell, quien fuera Primer ministro de Canadá- que es como si, en vez de emigrar la gente a Norteamérica, ésta hubiese
emigrado al mundo, permitiendo que la gente aspire a ser estadounidense incluso
en los países más remotos”
Por tal razón, la
confrontación existente entre los EE.UU. y la mayor parte de los países de la
Unión Europea -expresada claramente a partir de 1992 en las negociaciones de la
Ronda Uruguay del GATT, y continuada hasta nuestros días en torno a la
propuesta de libre circulación de productos audiovisuales reclamada por la
nación norteamericana, tropieza con la decidida defensa de diversos gobiernos
de las identidades culturales europeas,
además de sus poderosos intereses económicos y políticos. (La industria
del audiovisual norteamericano recaudó en 1997 alrededor de 30 mil millones de
dólares, correspondiendo la mitad de esta cifra a mercados extranjeros, particularmente
el europeo).
En nuestros países, la
asimetría existente en materia de competitividad en los mercados –más del 80%
de los mismos está dominado por el cine de las majors- obligó a la mayor parte de los gobiernos a elaborar
políticas proteccionistas y de fomento, sean del carácter que fueren, de lo
cual dan prueba las nuevas legislaciones sancionadas en países como Ecuador y
Uruguay, que carecían de las mismas. Sólo el Paraguay aparece como el único
país carente de ley de fomento en América del Sur, lo cual explica las
dificultades de dicho país para producir imágenes que hablen de su identidad y
de su historia.
La primer tentativa de
acuerdos de producción cinematográfica a escala binacional o multinacional
datan del año 1930, pero recién a finales de 1989, los países de la región
suscribieron oficialmente en la ciudad de Carcas tres acuerdos y convenios de
suma importancia. Ellos fueron el Convenio de Integración Cinematográfica
Iberoamericana, el Acuerdo Latinoamericano de Coproducción Cinematográfica y el
Acuerdo para la Creación de un Mercado Común Cinematográfico Latinoamericano
junto a los cuales se creó también la Conferencia Iberoamericana de Autoridades
Cinematográficas y Audiovisuales de Iberoamérica (CACI). Ocho años después, en
1997, fue acordado en Isla Margarita, Venezuela, el Programa Ibermedia durante
la VII Cumbre Iberoamericana de Presidentes y Jefes de Gobierno. Si a ello se
suman otros proyectos regionales como el de DocTV Iberoamérica – destinado a la
promoción del documental iberoamericano- resulta claro el interés que han
demostrado y siguen demostrando la mayor parte de los gobiernos de la región
por el desarrollo de la actividad fílmica.
En lo que corresponde al
Mercosur, en 2004 tuvo lugar en Mar del Plata la I Reunión Especializada de
Autoridades Cinematográficas y Audiovisuales de esta región (RECAM) durante la
cual se aprobaron distintas acciones conjunta para el fomento y la integración
del sector. Entre ellas, “la adopción de
medidas concretas para la integración y complementación de las industrias
cinematográficas y audiovisuales; la reducción de las asimetrías que afectan al
sector; la armonización de las políticas y legislación; el impulso a la libre
circulación de bienes y servicios; el trabajo orientado a favor de una
redistribución del mercado que garantice condiciones de equilibrio para los
productos nacionales y su acceso al mercado, y la implementación de políticas
para la defensa de la diversidad y la identidad cultural de los pueblos de la
región”.
Asimismo, en marzo de 2005
–tras haber sido ratificado el proyecto en la IV Reunión de la RECAM- se llevó
a cabo la primera reunión de responsables nacionales que estarían a cargo de
dar vida a lo que se denominó Observatorio del Mercosur Audiovisual (OMA) que nos
tocó coordinar durante algunos años tuvo su base operativa en Buenos Aires, y
más adelante se desplazó a Brasil. En esto incidió un acuerdo de cooperación
suscrito por el Mercosur con la Unión Europea mediante el cual aquella
aportaría un fondo de 1,5 millones de euros para la puesta en marcha de algunos
proyectos de desarrollo, como eran la creación de unas 30 salas digitales
destinadas sólo a exhibición del cine mercosureño, un estudio de legislación
comparada, una línea de capacitación profesional y la continuidad del OMA como
sistema de información y estudios de las cinematografías y el audiovisual de la
región. Un tema éste que, según algunas referencias, correría peligro de
continuar, pese a la importancia que tiene la obtención, el procesamiento y la
difusión de información y estudios, sin los cuales resultaría muy poco seria
cualquier política para el desarrollo del sector.
Puede apreciarse en los
datos referidos al Mercosur Audiovisual una serie de valiosos y necesarios
objetivos, únicos si se los compara con los restantes medios de comunicación o
de expresión cultural de nuestros países, aunque también debe señalarse que,
como sucede en los viejos y nuevos proyectos de intercambio e integración
regional, aparecen importantes asimetrías entre lo que los organismos acuerdan
y se proponen llevar a cabo y los resultados concretos de dicha labor. Un tema
digno de análisis pero que escapa ahora a la finalidad de estas primeras
reflexiones.
En esta situación se
inscribe, por último la labor que viene llevando a cabo desde hace varias
décadas la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano (FNCL) en La Habana, primera institución regional que se ocupó de
estudiar, allá por los años 80, las relaciones crecientes del video con la
producción y difusión fílmica y que en los últimos años se ha ocupado de
producir distintas investigaciones sobre el cine regional, por ejemplo, las
referidas a la producción y mercados de esta industria tanto dentro de cada
país, como en la región y en cada mercado de la Unión Europea, así como en
Estados Unidos y Canadá. O también, el impacto de las nuevas tecnologías
audiovisuales en la industria del cine y algunas de las más importantes
experiencias habidas en materia de formación crítica de las nuevas audiencias
audiovisuales para desarrollar su libertad de elección en el momento del
consumo. Más recientemente aún, se ha ocupado de reunir y analizar las
experiencias del llamado cine comunitario, es decir, de aquel que no aspira a
insertarse necesariamente en la distribución y exhibición de carácter
comercial. Al respecto, sería recomendable acceder al sitio del llamado
Observatorio Cinematográfico y Audiovisual de América Latina (OCAL),
dependiente de dicha Fundación (www.cinelatinoamericano.org/ocal)
En nuestro país, los
avances de esta última década, pese a eventuales limitaciones o posibles
juicios críticos, es sin duda el más importante del primer siglo de existencia
de nuestro cine. Dan cuenta de ello la Ley 24.377 de Fomento y Regulación de la
Actividad Cinematográfica, aprobada en 2004, sustituyendo a la Ley 17.741 de
1968, y la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, que reemplazó al
Decreto 22.285 promulgado en 1980 por la dictadura militar –con diversas trabas
judiciales aún para implementarse efectivamente- y las acciones cada vez más integradas y
crecientes entre la producción de películas y de productos destinados a la TV
–por ejemplo la labor de INCAA-TV- así como las tentativas de impulsar el
crecimiento de salas, como son los llamados Espacios INCAA, y de potenciar, con
un sentido federal, la labor de las nuevas generaciones de realizadores.
Otros países del Mercosur,
con la excepción de Paraguay, cuentan también con sus propias legislaciones
para el cine y el audiovisual, las que han sido sancionadas, como en el caso
Uruguay en 2008, o bien modificadas y actualizadas a lo largo de la última
década, como ha sucedido en Brasil.
Podría agregarse a este
panorama la aparición de nuevos sistemas de producción y comercialización en la
industria audiovisual, como son las salas digitales –entre el 8% y el 14% son de ese carácter en el conjunto de
América Latina; la existencia de nuevos formatos en el video de películas, como
es el DVD; la TV digital; los videojuegos; Internet (Argentina, con el 65% de
hogares conectados, es el país de mayor penetración de este sistema en América
Latina, seguido de Uruguay, con el 53%); la telefonía móvil y otros medios
aparecidos con el crecimiento de las denominadas NTICs.
Pese a todo este desarrollo
del audiovisual, debe destacarse la carencia de adecuados sistemas de
intercambio, distribución y exhibición de los países latinoamericano, incluidos
los del Mercosur, así como las dificultades de nuestras cinematografías para
competir con cierto éxito en los mercados de otras regiones. En ese sentido, el
mercado español representa aproximadamente el 50% de las exportaciones del cine
latinoamericano en el conjunto de países que conforman la Unión Europea, donde
las películas de toda la región no llegaron a ocupar más del 2% de las recaudaciones
de las salas europeas en la primera década del presente siglo.
Resulta obvio señalar que
si se ha explayado la información sobre la industria del cine y el audiovisual,
es, entre otras cosas, porque dicha industria cultural es la principal, sino la
única, que ha logrado un cierto nivel de desarrollo en cuanto a políticas,
legislaciones, producción e intercambios entre los países del Mercosur.
IV
A manera de esbozar algunas
conclusiones que surgen del panorama referido, podrían señalarse entre otras,
que la transnacionalización y concentración son los dos rasgos distintivos de
la nueva situación planteada en las industrias culturales. Esto amenaza también
a la diversidad cultural en materia de producción de contenidos. El mayor control de la industria y de los mercados
locales, implica a la vez, un poder de igual magnitud sobre la “agenda” de
programación y los títulos a producirse, sean ellos películas, programas de TV,
discos, libros o material discográfico.
El sector más perjudicado
con estos procesos son las pequeñas y medianas industrias culturales (Pymes). Mientras
que los grandes conglomerados desarrollan líneas de producción de éxito seguro,
sostenidas habitualmente en fuertes inversiones de publicidad y marketing, los
emprendimientos de menor capacidad están obligados a trabajar en los espacios
intersticiales que logran sobrevivir: nuevos y desconocidos creadores,
experiencias artísticas innovadoras, públicos altamente selectivos, mercados
territoriales limitados, etc., con los consiguientes riesgos que ello
representa para cualquier tipo de inversión productiva.
Los pequeños editores de
libros o de fonogramas se ocupan así de producir obras de nuevos creadores y de
tiraje muy reducido; las publicaciones periódicas se orientan a franjas minúsculas
de lectores, principal fuente de financiamiento de las mismas, en tanto ellas
no cuentan con avales publicitarios; los nuevos cineastas y videastas, sin
productores interesados en arriesgar financiamiento alguno, se abocan a
tramitar subsidios gubernamentales, en el marco de presupuestos seriamente
afectados por la volatibilidad de muchas políticas vigentes. Tales situaciones
afectan conjuntamente a la fabricación y comercialización de manufacturas
culturales y a los procesos de diseño y creación artística, cultural y
comunicacional.
La concentración de la
producción y de los mercados, tiende a estandarizar y a serializar no sólo los
procesos de fabricación y producción de libros, revistas, discos y películas,
sino también los contenidos simbólicos y las narrativas inherentes a dicha
producción, además de sus obvias implicancias en la demanda y el consumo.
Ello permite pronosticar una seria
amenaza a la diversidad comunicacional y cultural, es decir, a la democracia,
que debe ser inherente a la cultura para que ella sea tal.
Esta situación tenderá a
agravarse aún más en los próximos años, si es que no se implementan políticas
públicas de regulación y fomento, cuya finalidad principal sea la de garantizar
relaciones equitativas y justas, en suma, democráticas, entre los intereses nacionales y los de otras
regiones. Políticas destinadas a incidir de manera integral y simultánea sobre los campos de la economía
del sector, del desarrollo social y de la cultura nacional. Ellas deben
incluir, necesariamente, la regulación antimonopólica del sector, y también
medidas de fomento a las pequeñas y medianas empresas, en las distintas
regiones de cada país, requisito básico para la descentralización y la
diversidad que requiere el desarrollo cultural nacional y regional.
El proceso de integración
del Mercosur requiere de políticas públicas consensuadas que faciliten y
promuevan la existencia de procesos dialogales e interactivos, de "doble
vía", antes que de "mano única", los cuales demandan de un desarrollo
productivo en cada país para democratizar los intercambios culturales.
En este sentido, la
reflexión y la adopción de políticas en el sector suelen aparecer muy rezagadas
con respecto a las transformaciones efectivas que él experimenta. Sin embargo,
la globalización de las economías y su consecuente tentativa de proyección
sobre las culturas del mundo, incentiva más que restringe, la necesidad de
fortalecer o revitalizar las identidades de cada comunidad.
Falta, sin embargo en
nuestro caso, una acción conjunta de los agentes principales de las IC del
Mercosur (organismos públicos, organizaciones empresariales y sociales, autores
y creadores, campo académico), para dinamizar el intercambio de información y
de bienes y productos, junto con el establecimiento de políticas y legislación
para beneficio del conjunto, antes que de alguna de las partes. Dicha acción
conjunta puede ser planteada a escala regional, nacional o local, según la
importancia que se le otorgue a la misma por el sector público y privado. Nada
impide a una ciudad importante como a una provincia, crear sus propios sistemas
de información cuantitativa (estadística, datos confiables, etc.) sobre la
dimensión económica y social del sector, sea titulándose como información de
las “industrias culturales”, como de las “industrias creativas”, según las
características y la situación de cada lugar. Tampoco nada impide a los países
del Mercosur poner en marcha ese mismo tipo de sistemas, base referencial e
ineludible para contribuir al mejoramiento de las políticas públicas y de las
actividades y emprendimientos de empresarios, creadores, técnicos y
trabajadores.
Base también, sin duda para
avanzar luego o simultáneamente –más allá de estadísticas y datos fríos- en los
estudios e investigaciones de carácter cualitativo, que permitan una
profundización mayor para conocer la incidencia de las IC, según la oferta y
demanda que se experimente con las mismas, en la formación educativa, cultural
de la población y en el desarrollo de una comunidad más democrática, justa y
solidaria.
Todo indica que las
urgencias impuestas por la globalización a las naciones subalternas como las
nuestras, obliga a saltar etapas y que cualquier pretensión puramente nacional
resultará insuficiente o tardía, si ella no se enmarca en acuerdos y decisiones
de conjunto entre los países de la región, aunque más no sea, para poder
negociar en mejores condiciones con los principales exponentes del poder
transnacional la situación de nuestras IC y de nuestras culturas.
Finalmente, entre las
sugerencias o recomendaciones que podríamos plantear sobre este tema, cabría
recuperar algunas de las que se propusieron hace dos décadas o en períodos
posteriores y que aparecen como contribución de diversos sectores relacionados
con las IC. Recuerdo, por ejemplo, las que se expusieron diez años atrás, en la
Secretaría de Cultura de la Nación y en lo que entonces era la Dirección de
Industrias Culturales. Entre otros puntos destacados figuraban los de:
-
Crear
un Programa para la Promoción de las IC del Mercosur, que contribuya a la
integración regional y del que participen los organismos públicos involucrados
y los principales agentes privados y sociales del sector.
-
Promover
la creación de Consejos Nacionales Honorarios –también provinciales o
municipales- para la Promoción de las IC con la participación activa y
democrática de todos los sectores comprometidos.
-
Crear
un Observatorio Mercosur Cultural que reúna y sistematice datos estadísticos y
estudios cualitativos sobre la situación de los distintos sectores culturales
de la región.
-
Realizar
Acuerdos Nacionales entre Cultura, Economía, Industria, Trabajo y Educación
para incorporar la información existente en cada lugar, sea de carácter
económico, social o cultural, en los Sistemas de Estadística y Censos,
tendiendo a la incorporación del sector como Cuentas Satélites de Cultura en
los Sistemas de Cuentas Nacionales.
-
Promover
la construcción de redes regionales sectoriales de las IC en las que se
realicen acciones conjuntas para el beneficio mutuo, tal como se ha iniciado en
el sector del cine y el audiovisual.
-
Realizar
convenios entre los países del Mercosur, que puedan convertirse en leyes
nacionales, para la creación de Programas de Coproducción y Codistribución de
Bienes y Servicios Culturales y de Mercado Común Cultural.
-
Promover
en las instituciones académicas la realización de estudios sobre lis diversos
campos de la cultura, algunos de ellos de creciente vinculación con las IC,
como el turismo cultural, artes escénicas y musicales, juegos y deportes,
diseño industrial, informática e internet, artesanías, y sobre la incidencia
cualitativa de las IC en la educación, la cultura y la vida social de cada
pueblo.
En suma, propuestas no
demasiado novedosas ni originales, pero de cuya implementación efectiva puede
dependen en buena medida el desarrollo de las IC y de la cultura y la economía
mercosureñas.
Mendoza, junio de 2012.
octaviogetinocine.blogspot.com
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