miércoles, 30 de junio de 2010

ESTADO DE LA PRODUCCIÓN EN EL CINE LATINOAMERICANO

Por Octavio Getino

Para el I Encuentro de Documentalistas Latinoamericanos Siglo XXI

Quisiera, en principio, hacer referencia a Mérida 1968 y su memoria, a esas imágenes que hoy motivan tanta nostalgia entre quienes vivimos aquella época. Recupero a la nostalgia como parte indivisible de la cultura y la distancio de la melancolía pues, la melancolía es un problema de salud mental, obliga al enfermo a ser asistido por expertos psiquiatras, mientras que la nostalgia es inherente a la identidad de cada individuo y de cada pueblo, no apela a los momentos peores que uno ha vivido sino a lo mejor que experimentó en la vida. Así pues, no hay cultura sin nostalgia.
Estamos viviendo hoy algunas situaciones que nos recuerdan a las de 1968. En aquel entonces Estados Unidos se enfrentaba a Vietnam y desde hacía algunos años la política, tanto de Wall Street como del Pentágono, se concentraban en su interés por una victoria bélica. América Latina, no se sentía en ese tiempo tan vigilada por el Pentágono ni por Wall Street, o por lo menos experimentaba entonces mayor libertad de acción, por lo que tuvo la oportunidad de poner en marcha una serie de procesos y tentativas de cambio, particularmente, en los países del sur del continente. Fue la época en la que comenzó el desarrollo del Chile de Allende, la Argentina de Perón, los avances con Torres en Bolivia, el Frente Amplio y los Tupamaros en Uruguay, Velazco Alvarado en el Perú, y todos estos movimientos que comenzaron a finales de los años ´60 como producto, entre otras cosas, de un mirar hacia otro lado por parte de la política de Estados Unidos –particularmente a causa de la guerra de Vietnam- y de la capacidad política que tuvimos en esos momentos.
En ese contexto histórico logramos, también en algunos sectores importantes del cine de nuestros países, tanto en Viña del Mar, primero, y luego aquí, en Mérida plantear una serie de propuestas que darían vida a lo que se llamó Nuevo Cine Latinoamericano. Soñábamos con que estábamos a la conquista del paraíso y que nuestra labor como cineastas podíamos aportar a los procesos y tentativas de liberación de nuestros países, de eso que para nosotros era y sigue siendo la Patria Grande.
Sin embargo la derrota imperialista en Vietnam hizo que Estados Unidos girase la cabeza, retirare la mirada de Vietnam y comenzara a dirigirla de nuevo hacia América Latina. No pasó mucho tiempo para que los golpes de estado se sucedieran una y otra vez y que las aspiraciones democráticas de nuestros pueblos fueran derrotadas tras la caída de Allende, Perón, Velazco Alvarado, Torres, el Frente Amplio y todo lo que tenía que ver con aquel histórico proyecto.
Ahora estamos viviendo un momento distinto, ya no es en Argentina, ni en Chile, ni siquiera en Brasil donde se dan grandes movilizaciones para los cambios, sino en Bolivia, Venezuela, Ecuador, Paraguay y algunos países de Centroamérica, y ello ocurre en momentos parecidos a los de los años ´60. También ahora y en particular el epicentro de la política y los intereses norteamericanos, que es Wall Street, mira más hacia China, el comercio con los países asiáticos,  Medio Oriente, Irak, el petróleo o Afganistán y Pakistán que hacia nuestros países. Nos encontramos nuevamente en un momento histórico de enormes posibilidades, lo que puede inducirnos otra vez a soñar y a creer que estamos otra vez a las puertas de un posible paraíso.
Digo esto con el fin de reflexionar, porque si los pueblos latinoamericanos no aprovechamos hoy estas circunstancias para reforzar e institucionalizar nuestras relaciones y potenciar nuestras fuerzas, no sería descabellado pensar que cuando Estados Unidos vuelva a ser derrotado, porque muy posiblemente lo sea, tengamos que afrontar problemas parecidos a los que vivimos en los ´70.
Trasladando esta situación a lo que es propio del cine y el audiovisual. En los años ´60 habíamos sufrido el impacto de la televisión, comenzaban a reducirse las salas de cine y se reducía también, en algunos países, la producción. Caían casi a la mitad las recaudaciones y los espectadores. Sin embargo, todavía no habían llegado el video, la televisión por suscripción, el cable y las nuevas tecnologías audiovisuales que aparecieron a partir de los ´70. Desde ese entonces, Estados Unidos multiplicó su presencia en los mercados del consumo audiovisual en toda América Latina a niveles sin precedentes. Ha habido un dominio hegemónico sistemático muy fuerte por parte de Estados Unidos, no sólo del cine sino en las nuevas formas de expresión y circulación de los imaginarios modernos. Hoy día vemos que dicha nación factura casi 150 mil millones de dólares en lo que denomina industrias del entretenimiento, de los cuales unos 20 mil millones corresponden a las actividades específicamente cinematográficas en las salas tradicionales. La mitad de esa facturación proviene del exterior de Estados Unidos y un 8% o un 10%, tal vez menos, de América Latina. A lo cual se agrega la facturación que tiene esa industria con las nuevas ventanas de comercialización aparecidas en los últimos 20 años en el sector audiovisual.
Vale decir: si en los inicios del cine Estados Unidos y Europa dominaban las pantallas de cine del mundo, hoy en día el primero de esos países no sólo domina dicho espacio, ya que el 85% de los filmes que se ofertan proceden de EE.UU., sino también las pantallas de televisión, videojuegos, Internet, teléfonos celulares, y la mayor parte de lo referido a las nuevas formas de uso consumo del audiovisual. Es con esa fuerza hegemónica y dominante con que debemos lidiar, lo cual nos obliga a diseñar y construir alternativas propias, sin las cuales el futuro puede ser muy incierto para las cinematografías de nuestros países.
Antes de referirme específicamente a la producción cinematográfica quisiera acotar algunas cuestiones en relación al documental ya que también provengo de ese campo del cine. La imagen documental forma parte indisoluble de cualquier proceso identitario, individual o colectivo. Y si ella es fundamental para la identidad, esta lo es además para el desarrollo de cualquier persona o de cualquier pueblo. Es decir, lo que no está en imágenes documentales puede ser siempre objeto de cuestionamiento o de debate. Por ejemplo, en la Argentina, en los años ´70, se produjo un verdadero genocidio, con la muerte o desaparición de miles y miles de ciudadanos. Sin embargo, cuando la TV quiere referirse a esa época, apenas cuenta con dos o tres minutos de imágenes, siempre repetidas que tampoco dicen demasiado. Es algo parecido a los crímenes cometidos por Pinochet en Chile o experiencias semejantes en otros países. Queda, es cierto, el testimonio oral de los sobrevivientes o de los familiares que ante la cámara refieren lo que ha sucedido en aquel entonces. También quedan numerosos documentos y textos escritos, que refieren de manera detallada los crímenes de la dictadura y de sus aliados internos y externos. Pero no es lo mismo. La información oral u escrita no tiene el valor irrefutable que es propio de la imagen documental. Si aquel genocidio hubiera sido registrado en imágenes y ellas pudieran haber tenido difusión pública, hoy tendríamos con nosotros una documentación de enorme valor, como es el que está presente en las imágenes de Irak, cuando ellas muestran las torturas de los prisioneros en ese país, o las del Holocausto, puesto que los nazis filmaban todo los que hacían: sus matanzas, sus políticas de exterminio, creyendo que iban a conquistar el mundo, una motivación que los llevaba registrar para la memoria de la nación hitleriana cómo lo habían logrado. Sin esas imágenes hoy quizás no se hablaría del Holocausto, ni de campos de concentración, ni de las torturas y matanzas en Irak. Ni tampoco de los bombardeos con napalm en Vietnam
De este modo, el documental acude al rescate de la memoria. Cuando uno conoce algo de la historia de América Latina, observa que todos los gobiernos de corte  autoritario que se instalaron por la fuerza, trataron siempre de borrar la memoria de la población destruyendo las imágenes que podían cuestionar sus acciones o sus intereses. Entre 1780 y 1781, el visitador Areche en Perú hizo detener y descuartizar a Tupac Amaru y a todos los que integraban el liderazgo de lo que fue la primera rebelión en América Latina. Con una especie de decreto, conocido como el Bando de Areche, ordenó la ejecución de Tupac y de su familia y de hacer desaparecer todo registro de su existencia. Se ocupó así de hacer salar la tierra donde había transitado Tupac para que no quedase de él ninguna memoria, y también hizo destruir todo lo que tenía que ver con la cultura indígena, sus instrumentos musicales, sus trajes y vestimentas, las imágenes que reproducían leyendas o memorias, y todo aquello que evocase o remitiesen de alguna manera la memoria de lo que el Bando asociaba con el recuerdo de los difuntos monarcas.
En su momento, Pinochet hizo algo parecido en Chile. Había que borrar la memoria todo lo que ocurrió durante la represión en ese entonces y es por ello que no existen ni aparecen imágenes de aquella guerra de exterminio en las pantallas de cine y menos aún en la televisión. Ni siquiera en la televisión pública.
Algo parecido sucedió también en Argentina, cuando, en 1955, la dictadura que se instaló y derrocó el régimen democrático de Perón, prohibió, a partir de ese momento y por más de 18 años, la difusión de cualquier imagen, texto o sonido que evocase la época anterior. Es lo que estamos viendo también en nuestros días sobre la prohibición o manipulación de toda imagen que sirva para documentar los crímenes y las torturas que el imperio está llevando a cabo en Medio Oriente, en Pakistán, Afganistán, Guantánamo y allí donde pretende perpetuar sus dominios.
Por tanto, el gran mérito del documental en América Latina ha sido el de registrar y difundir lo que ha ocurrido en la historia de nuestros países. Esto ha requerido un arduo trabajo de investigación testimonial, casi siempre a cargo de cineastas vinculados o pertenecientes a las fuerzas históricas, sociales o políticas que en algún momento alcanzaron el poder o que aspiraban a tenerlo.
La Revolución Cubana, por ejemplo, tuvo en el documental una excelente herramienta para predicar dentro y fuera de la isla, los propósitos de quienes habían desplazado a la dictadura batistiana. Ello no implicaba negar a la ficción, pero incluso ésta, en los primeros años de la revolución, estuvo muy atenta a los cambios históricos y culturales que se estaban dando en ese país. Algo parecido sucedía en otras cinematografías en el sur del Continente, en particular aquellas que acompañaban a los movimientos políticos y sociales resueltos a tomar el poder y dejar atrás viejas injusticias.
Ello ocurrió desde fines de los años ´60 hasta la mitad de los ´70, tanto en Argentina, con Cine Liberación como en Bolivia, con el Grupo Ukamau; en Uruguay, con la Cinemateca del Tercer Mundo; en Chile, con los Cineastas de la Unidad Popular; en Colombia, con Marta Rodríguez, Carlos Alvarez y el proyecto de un Tercer Cine; o en Perú con Cine Liberación Sin Rodeos. Incluso en algunos trabajos documentales y de ficción que formaron parte del Cinema Novo en Brasil. Una labor testimonial que documentó también las guerras y conflictos armados que hubo en Centroamérica en los años ´70 y parte de los ´80, donde al igual que en el sur de la región, la producción documental tuvo una primacía con relación a otros géneros o formatos.
En los años ´80, la nueva tecnología del video, con equipos livianos y sonido sincronizado, amplió aún más las posibilidades del documentalismo. En 1987 participamos durante el Festival de La Habana, de un encuentro de cineastas de América latina, y allí se emitió una declaración que además de ser un homenaje a lo que había representado veinte años atrás Viña del Mar, también reconocía el valor de las experiencias de los videastas y teleastas del último periodo. En esa declaración se afirmaba textualmente que “es a través del video y de sus modos de uso a cargo de organizaciones no gubernamentales de carácter social, comunitario, sindical, cooperativo, político, cultural o religioso, donde se advierte una mayor tentativa de utilización democrática y participatoria de la comunicación audiovisual Buena parte de la historia reciente de nuestros pueblos está siendo registrada en video documental más que en los tradicionales medios audiovisuales”.
Las experiencias documentalistas eran numerosas y estaban generalmente vinculadas a los procesos políticos y sociales, tanto para reestablecer la democracia, como en el caso del Proyecto Teleanálisis, Grupo Proceso, Ecos, ICTUS y otros, o para acompañar las movilizaciones sociales, como ocurría en Brasil, a través de la Federación de Organizaciones para Asistencia Social y Educacional y los grupos nucleados en la Asociación de Video en el Movimiento Popular, y con los videos documentales de la Central Única de Trabajadores y del Movimiento de los Sin Tierra, o en Bolivia, siguiendo de cerca las heroicas manifestaciones de mineros y campesinos.
Pero además el documental no se limitó a formar parte de las luchas políticas y sociales, sino que intentó contribuir a democratizar y socializar las experiencias de las culturas populares, tanto en las áreas urbanas como en las rurales, y en la vida de los llamados pueblos originarios. Recuerdo las interesantes producciones que en se sentido llevaron a cabo el proyecto TV Viva, en Brasil, o el Grupo Walparrimachi, el Centro de Educación Popular Qhana y Nicobis, en Bolivia, y también el Centro de Medios Audiovisuales Don Bosco y el Centro de Educación Popular, en Ecuador. Los ejemplos podrían ampliarse y multiplicarse, bastando recordar que fueron años donde los documentalistas de la región dieron vida al Movimiento de Video Popular Latinoamericano y a los documentos que se emitieron en encuentros regionales en La Habana, Santiago de Chile, Cochabamba y Montevideo.
Todas estas experiencias son antecedentes no muy conocidos por las nuevas generaciones y entiendo que merecerían un estudio detenido de nuestra parte, por lo menos, para tomar conciencia de lo ya realizado y también de lo que ya no tiene sentido realizar.
Dicho esto, creo que, sin embargo, no deberíamos hacer del documental un género o un formato excluyente, oponiéndolo a la ficción, sino que convendría aceptar ambas opciones como recursos complementarios, en los que a veces uno tiene más importancia que otro según las circunstancias de cada país o de los espacios sociales o culturales donde se realiza la producción y la difusión del audiovisual. No olvidemos que el documental nace con Lumière y describe en términos testimoniales la llegada de un tren a una estación. Pero, a la vez, pocos años más tarde Méliès registra la llegada del hombre a la luna, cosa que no había ocurrido nunca y que recién se verificaría medio siglo después. Así pues, si la realidad se testimonia con el documento inobjetable, el cine también puede hacerlo con la ficción, cuando ella expresa los sueños y las aspiraciones de lo que los hombres y los pueblos quieren llegar a ser, y además, porque todo ello forma parte también de la propia realidad.
Dicho esto, abordaremos ahora el tema principal de esta conferencia y, lo haremos en un primer momento, tratando de analizar el fenómeno cinematográfico: el cine como industria cultural, el cine como medio de comunicación y el cine como medio de expresión artística y cultural.
Las industrias culturales han sido casi demonizadas particularmente desde los años ´40 a partir de un pensamiento crítico procedente en su mayor parte del campo académico, que se dedicó a refutarlas tomando como principales ejes sus relaciones de propiedad y la manipulación de contenidos. Aunque buena parte de esos juicios críticos se corresponden con una realidad que podemos constatar a diario en cada uno de nuestros países, ellos sólo representaban y representan todavía una verdad parcializada. Al respecto, expertos en la materia como Armand Mattelart, sostenían dos décadas atrás que “no es que la televisión o el audiovisual sea el opio del pueblo, habría que preguntarse si el pueblo no es el opio de la televisión”. De ser así, si creemos que el pueblo es, o puede ser en ciertas circunstancias el opio de la televisión, habría que trabajar más sobre el pueblo que sobre la televisión.
Las industrias culturales, dentro de las cuales consideramos también a los medios de comunicación, como concepto, no son buenas ni malas, son simplemente industrias cuya característica más distintiva es la de ser funcionales a los sistemas políticos o sociales donde están operando. Por tanto, es distinta una industria cultural en Cuba, donde las finalidades son ideológicas y políticas, además de socioculturales, que en Irán, donde un régimen de características teocráticas establece sus criterios sobre lo que debe o no hacerse en el sector cine. Otro tanto ocurre con las industrias del libro o del disco o las correspondientes a los medios como la prensa, la radio y la televisión. En nuestro caso, estas industrias y medios son funcionales al sistema capitalista del cual formamos parte. Sin embargo, pueden ser también funcionales a quienes resisten o enfrentan a este sistema. Antes hemos hablado de las experiencias del cine documental militante o el video que informaba y expresaba importantes aspectos de nuestras culturas, y podríamos agregar ahora la labor de las emisoras de radio o de TV de carácter comunitario, la prensa y las editoriales populares, la producción musical de ruptura, el video y el digital acompañando los proyectos y las movilizaciones sociales orientadas al cambio. Es decir, sin medios, equipos, insumos y técnicas claramente vinculadas a la industria, nada de eso podría ser posible. En consecuencia, más que juzgar a estas industrias en abstracto, como buenas o malas, habría que procurar la existencia de políticas orientadas a que cumplan una funcionalidad mayor en lo que tiene que ver con las demandas populares y con la necesidad de una sociedad más justa y democrática.   
Un primer tema a tocar cuando nos referimos al cine como industria cultural es el de que esta industria al igual que el conjunto de los medios audiovisuales tiene características distintas a las que pueden ser comunes en otros campos de las industrias culturales. Obras literarias han existido siempre desde el inicio de las primeras civilizaciones y para producirlas no hubo que esperar el nacimiento de la industria del libro. Con las obras musicales sucedió otro tanto; tampoco fue necesario esperar a la industria del disco. Sin embargo, el cine, por más que desde tiempos remotos la humanidad haya intentado expresarse con imágenes en movimiento, recién fue posible, en los términos que hoy lo conocemos, a partir de la Revolución Industrial y en la confluencia de la economía, la ciencia y la tecnología.
Esta característica distintiva del cine supone condicionamientos mayores con respecto a la tecnología que los que son habituales en otros medios o formas de expresión. Un escritor, por ejemplo, puede tener una computadora y ella no condiciona necesariamente su creatividad en la producción de contenidos, ideas o poéticas. En el cine, en cambio, los cambios tecnológicos inciden directamente, no solo sobre las estructuras y sistemas de producción industrial y de difusión, sino también sobre los mismos contenidos. Cuando llegó el sonido al cine de nuestros países comenzamos a competir mucho más exitosamente con el cine norteamericano, ya que oíamos hablar en nuestra propia lengua, escuchábamos la música de nuestros intérpretes populares y los ruidos de nuestros escenarios. La imagen resultaba así más verosímil y cercana para nuestros públicos. Lo cual llevo a que Estados Unidos se apropiara de intérpretes, músicos y artistas latinoamericanos, para filmarlos en sus propios estudios y comercializaros exitosamente en los países de los cuales aquellos procedían, y en todo el mundo.
Tempo después vivimos la llegada de la tecnología televisiva, que a diferencia del sonoro, tuvo un fuerte impacto negativo sobre nuestras cinematografías. Los estudios hollywoodenses se oponían al principio a que sus películas fueran emitidas en los canales de televisión, hasta que superados algunos litigios que duraron años, unos y otros entendieron que los estudios podían seguir realizando películas, y además, podían producir seriales de TV, documentales, unitarios y toda una gama de productos audiovisuales con los cuales Estados Unidos invadió las pantallas de casi todo el mundo. Una conversión que les permitiría multiplicar su presencia ideológica y cultural y también la rentabilidad económica que le dio y le sigue dando semejante hegemonía.
Un segundo tema a considerar es el del cine concebido como medio de comunicación. La industria del libro, por ejemplo, no sólo edita obras literarias, de entretenimiento o de la cultura en general, también lo hace con libros educativos, los que representan el 50% de la producción, por medio de libros científicos, jurídicos, autoayuda, etcétera. Históricamente, las industrias del cine y el audiovisual también se han ocupado de funciones parecidas, sea para realizar entre otras cosas, productos teleducativos, divulgación científica, información institucional, ensayos históricos o investigaciones de distinto tipo. Así pues, las políticas que deberían ser desarrolladas en cada uno de nuestros países no deberían subestimar u omitir las posibilidades enormes que tiene el cine como medio de comunicación, para educar, investigar, denunciar, concientizar, o lo que pueda desarrollar como medio comunicacional, sin necesidad de cumplir las finalidades expresivas, artísticas o de mero entretenimiento que ocupan la mayor parte de las pantallas grandes y chicas de nuestros países. En este sentido, el cine documental también puede ser un instrumento comunicacional formidable para indagar en diversos campos y disciplinas del conocimiento, como las ciencias, la etnografía, la antropología, la educación., la cultura y otros, en la medida que también puede contribuir con ello al conocimiento y al debate de temas de suma importancia para la vida de los pueblos. Existen experiencias de este tipo en las naciones más industrializadas y ellas aparecen a menudo en la TV por suscripción y en las pantallas de nuestros televisores. También algunos países de la región y en particular los canales de TV pública o de TV educativa se han ocupado de programar estas producciones y en los mejores casos, de participar de su realización. Países como México, Brasil, Venezuela, Argentina, Cuba y otros han dado ejemplos en ese sentido, aunque todavía de manera insuficiente para aprovechar las posibilidades que puede brindarle la producción fílmica y audiovisual en ese sentido.
Y en la línea de información, también registramos antecedentes, como fue el de la Unión Latinoamericana y del Caribe de Radiodifusión (ULCRA), en los años ´80’ un acuerdo de los gobiernos de la región que se hizo en Costa Rica y en el que emisoras de TV de servicio público, canales gubernamentales, universitarios, y canales sin fines de lucro, confluyeron durante algunos años realizando programas conjuntos que se emitían semanalmente en cada país con el título de “El Latinoamericano”. Algo parecido se llevó a cabo entre los países andinos, en el Programa Andino de la Junta del Acuerdo de Cartagena, que llegó a producir más de 150 documentales de carácter cultural, informativo o destinados a la infancia, con una repercusión mayor que la que tuvo ULCRA. El proyecto de Telesur continúa y actualiza en nuestros días ese mismo tipo de inquietudes, en las que se trata de acudir a los productos audiovisuales en su posibilidad comunicacional e informativa, para desarrollar el intercambio a escala regional, una labor de suma importancia también para los cineastas. Al menos, para quienes elijan esta posibilidad de realización, complementaria de aquellas otras relacionadas con el entretenimiento o con la expresión artística personal, y tan valiosa como ellas, al menos cuando existen condiciones, sean políticas, sociales o culturales, que permiten probar su funcionalidad.
Un tercer tema a considerar es el cine como medio de expresión en cuanto es el que ha representado desde hace más de un siglo enormes posibilidades para producir y difundir imágenes de valor artístico-cultural que tienen que ver las ideas, los sueños y las poéticas de muchos cineastas, y también las situaciones más representativas de la vida y la cultura de cada pueblo. Sin embargo, no ha sido ésta la característica más visible de la producción cinematográfica mundial, ocupada principalmente –como sucede en el conjunto de las industrias culturales- de satisfacer antes que nada las demandas de entretenimiento que son propias del tiempo de ocio y que predominan en la oferta y el consumo de valores simbólicos.
Bastaría cualquier mínimo estudio para probar que las obras cinematográficas que podríamos incluir en un catálogo por sus probados y constatados méritos artísticos o culturales, apenas representan una franja insignificante de menos del 5%, en el conjunto de la producción anual y mundial de películas. Si estimamos, en términos aproximados, que cada año se realizan en el mundo entre 3 mil y 4 mil largometrajes: ¿Qué porcentaje de los mismos podría quedar en nuestras memorias como expresión real y perdurable de una u otra cultura? ¿Cuántas películas de las que se ofertan cada año en las pantallas de los cines y multicines pueden ser calificadas de auténticas obras artísticas o de verdaderos testimonios culturales de un país o de una comunidad? Me animaría a decir, aunque ello pueda ser un tema de debate, que no llegarían a un centenar en todo el mundo. Y ello es así porque la mayor parte del cine no está producido en función de contenidos culturales más o menos trascendentes, y menos aún del arte, de la innovación estética: está hecho como ya dijimos, en función del entretenimiento y de su rentabilidad en los mercados
No mitifiquemos entonces el cine como un supuesto “séptimo arte”, ya que esa categoría sólo puede corresponderle cuando aporta con probados méritos técnicos y estéticos al esclarecimiento de un tema, de las profundas vivencias que son en un ser humano, una comunidad o un pueblo. O cuando también ilumina y dinamiza nuestras mentes y nuestra sensibilidad, como suelen hacerlo las grandes obras de la literatura, de la música, del teatro y de las expresiones artísticas, provengan ellas del campo popular tradicional o bien de autores dedicados específicamente a esa labor.
Dicho esto, trataremos de abordar ahora la situación de la industria cultural, que es el cine latinoamericano, para lo cual se hace necesario reseñar algunos datos de carácter cuantitativo que resultan necesarios para conocer mejor las posibilidades de este campo de la economía y la cultura en el que trabajamos, y también las que pueden ser propias a cada uno de nosotros.
Estimamos para América Latina y el Caribe una población de alrededor de 500 millones de personas, de las cuales asisten al cine unos 400 millones de espectadores por año. Más de un 60% de los mismos se concentra en sólo dos países: México, que en 2008 tuvo 178 millones, y Brasil, casi 80 millones en ese mismo año.
Existen alrededor de 8 mil pantallas entre cines tradicionales y multicines, y más de 6.300 de las mismas también corresponden a México, con 4.000, y a Brasil, con 2.300. La recaudación anual estimada para el conjunto de las salas oscila entre 1.300 y 1.400 millones de dólares por año, de lo cual, la producción nacional representa menos del 10%, es decir, alrededor de 130 millones de dólares. Entre distribuidores norteamericanos y exhibidores locales o transnacionales, se reparten aproximadamente 1.000 millones cada año, entre una cifra de alrededor de 200 o 250 títulos que como promedio se ofertan anualmente en las salas y que en un 70% u 80% corresponden a las majors de capitales norteamericanos.
Por otra parte, los ingresos del cine local, que corresponden a unos 300 títulos producidos anualmente en el conjunto de la región, se concentran en menos del 10% de los mismos. A su vez estos representan entre el 50% y el 60% del total de las recaudaciones de las películas nacionales ofertadas en cada país.
Convengamos en que la inmensa mayoría de los latinoamericanos no concurren habitualmente a las salas de cine. El promedio de asistencia apenas llega a 0,8 veces por persona/año aunque en dicho promedio se incluye la presencia de personas que lo hacen habitualmente en muchas oportunidades al cine. Como dato comparativo, en los Estados Unidos, la concurrencia es de más de 5 veces por persona/año; en España es de 2 o 3 veces por persona/año.
Por razones diversas, como son las del alto precio de las entradas, el crecimiento de la inseguridad y la violencia en las calles, el consumo selectivo en shopings y grandes centros comerciales, los latinoamericanos han dejado de concurrir a las salas, aunque en países como México aun se mantiene una elevada concurrencia, que supero en 2008 el 1,5 de veces por persona/año. Lo cual no implica que el público latinoamericano haya dejado de consumir obras cinematográficas, ahora lo hacen en su mayor parte a través de las pantallas chicas del televisor, sea alquilando videos o DVD, o consumiendo películas que oferta la TV de señal abierta o la TV por suscripción.
El cine ya no se limita a las salas de cine. El mayor consumo de películas se corresponde con otras ventanas de comercialización y difusión, aquellas que se han ido abriendo con las nuevas tecnologías en el espacio audiovisual. Así podemos apreciar que la región cuenta con entre 95 y 100 millones de aparatos de televisión, en más de 60 millones de hogares, es decir, de entre un 70% y 75% de la población latinoamericana. Alrededor de 50 millones de hogares poseen reproductores de video o DVD o están asociados a algún sistema de televisión por cable o digital. Además, entre 7 y 8 mil videoclubes se ocupan de alquilar o vender las copias de video o DVD en los hogares que poseen reproductores de películas.
Para tener una idea de la importancia relativa que tiene el cine frente a las otras ventanas de consumo o comercialización de películas, tendríamos que considerar algunos datos de la facturación económica. Así por ejemplo, si las salas convencionales en un país como la Argentina pueden facturar entre 100 y 110 millones de dólares al año -de los cuales el 70% se los lleva la producción norteamericana junto con sus aliados principales que son los multicines de capitales norteamericanos, australianos y locales- el mercado del video representa una cifra igual o poco mayor, aunque si se incluye la correspondiente a venta informal o piratería, supera los 200 millones de dólares cada año. Es decir, casi duplica en ingresos a lo que es propio de las salas.
A ello se suma la facturación de los canales de TV por suscripción, que es aún mucho mayor que la de las salas y los videoclubes. Por ejemplo, en Argentina, con más de 5 millones de hogares abonados a ese sistema, la facturación puede alcanzar cada año los mil millones de dólares, sin considerar el porcentaje que tienen los canales de TV abierta en materia de facturación publicitaria cuando emiten películas de largometraje.
En resumen, el cine a través de estos medios tecnológicos, viejos o nuevos, moviliza en un país como Argentina entre 1.900 y 2.100 millones de dólares anuales. Aunque estas cifras totales puedan ser de mayor o menor volumen en los distintos países de la región, lo cierto es que el reparto porcentual de las mismas entre las distintas ventanas de comercialización, es muy parecido en términos generales. Cabe destacar, además, que no estamos considerando las posibilidades de otros medios audiovisuales de fecha reciente, como los videojuegos, Internet, telefonía móvil y demás.  Posibilidades que, insisto, exceden el dato económico, ya que cada una de ellas representa una oferta y un uso o consumo de contenidos simbólicos, con su carga de valores, propuestas y sentidos, que son siempre congruentes con los intereses de quienes hegemonizan estos mercados.
Si tenemos en cuenta estos datos de carácter regional y el potencial de los mismos en cuanto a la economía del sector, infraestructuras productivas y de comercialización, consumos y demanda, podemos confirmar la existencia de un espacio audiovisual, lo que ya en los años ´80 definimos como Espacio Audiovisual Latinoamericano, aunque sólo si demostramos una mayor capacidad que la actual para articularlo en términos efectivos y concretos e integrarlo en beneficio de nuestras cinematografías. De no ser así, habremos de quedar limitados a las posibilidades de cada espacio o mercado nacional, es decir, a situaciones mucho más restringidas que no parecerían tener mucho futuro, si nos referimos por lo menos a las que son propias de los países con cinematografías menos desarrolladas, que son mayoría en la región.
Otro tema que cabe también considerar cuando nos ocupamos del cine y el audiovisual, es el de los medios televisivos, donde los cineastas pueden desarrollar también, si logramos superar las limitaciones existentes, una valiosa labor de producción y circulación de imágenes en movimiento.
Por ejemplo: ¿Qué está pasando hoy con la ficción en la televisión? La TV es sin duda en nuestros países y en nuestro tiempo el medio de mayor impacto cultural, económico y social. Hace tres años, un proyecto de observatorio de la televisión de ficción, llamado OBITEL, del que forman parte universidades de ocho países iberoamericanos, realizó un estudio sobre la programación anual de los principales canales de señal abierta de cada país. Allí se analizó lo que representa la ficción en la programación de los canales, con este tipo de resultados: los programas de ficción se corresponden en la TV regional en un 90% a la telenovela, y en menor medida a películas, unitarios, series y docudramas. Según OBITEL, la oferta anual de ficción en los principales canales de TV abierta es de alrededor de 2.200 horas en cada país. Un 50%, de ese total, entre 1.000 y 1.200 horas corresponde, en términos aproximados, a productos locales e iberoamericanos, donde están incluidos los procedentes de España y Portugal que representan poco y nada en horas de programación emitida.
Como dato comparativo, veamos que la oferta de ficción cinematográfica nacional e iberoamericana en las salas de cine, no llega a 100 horas por año, si es que calculamos un promedio de 60 largometrajes comercializados en cada país, procedentes de la producción local y de la región. Lo cual es un dato que confirma la escasa o nula circulación de películas latinoamericanas en el interior de nuestros países y la hegemonía que tiene la ficción televisiva regional frente a la cinematográfica en las grandes audiencias de América Latina y el Caribe.
Con esto quiero decir que en el sector de los consumos audiovisuales, la televisión representa un hecho que merecería ser destacado, en lo que podríamos calificar como resistencia cultural por parte de nuestros públicos. Es en el medio televisivo, donde menos presencia ocupa la ficción de otras regiones, como EE.UU. y en el que se confirma un mayor interés de los usuarios locales por los productos, básicamente telenovelas, originados en Colombia, Venezuela, Brasil, Argentina y México.
En este punto, no quiero entrar en esos viejos debates sobre si la televisión es culturalmente buena o mal y si lo que ella produce y emite en materia de telenovelas debe ser aplaudido o condenado. Lo cierto es que grandes sectores de la población latinoamericana, ante una oferta en las pantallas chicas de filmes, seriales o docudramas norteamericanos o de otras procedencias, elige productos audiovisuales y culturales realizados en sus propios países o en la región, con lo cual podríamos observar una actitud resistencial, o de valoración de sus propios temas, personajes, escenarios, actores, música, formas de vida, aún cuando en muchos casos esos contenidos no se correspondan necesariamente con lo que es propio de cada cultura. Aún así, el consumo en el medio televisivo de productos de otras regiones es mucho menos significativo que el que se observa en las salas de cine, donde más del 70% del mismo corresponde a productos que poco o nada tienen que ver con las culturas y las necesidades reales de la región.
Como mínimo, este es tema a tener muy en cuenta, si es que aspiramos a tener una mayor presencia de las actividades cinematográficas y audiovisuales locales en el medio televisivo –apoyos estatales mediante- no ya sólo para competir con el audiovisual norteamericano o de otras regiones, sino para posibilitar la coproducción y difusión de nuestras imágenes en todos los medios locales posibles, una labor indispensable para el intercambio necesario de nuestras culturas.
Otro punto, es el de las asimetrías que existen en los países de la región en materia de capacidades productivas en materia de cine. Al respecto, cabe recordar que si contamos con un total aproximado de más de 14 mil películas producidas en América Latina y el Caribe desde la llegada del sonido, casi el 80% de las mismas procede de sólo de tres países de la región –Brasil, México y Argentina- y el resto se reparte entre una veintena de países. De este modo, cuando hablamos de una cinematografía latinoamericana lo hacemos en términos convencionales. De manera real tendríamos que hablar de las cinematografías de América Latina y entender que cada país tiene características diferenciadas, de tal modo que la mayor parte de ellos carecen todavía de posibilidades para expresarse audiovisualmente, al menos en términos sostenidos, en las pantallas de cine y a veces ni siquiera en las pantallas de televisión.
Por otra parte los países más industrializados o con mayor volumen de territorio o población, están constituidos también por culturas diversas, concentrando sin embargo sus actividades cinematográficas en muy pocas grandes ciudades –Buenos Aires, San Pablo, Río de Janeiro, Distrito Federal de México- con lo cual amplios y representativos sectores sociales y culturales tampoco suelen aparecer en las películas producidas, o si lo hacen ello resulta más una excepción que una norma. También en estos casos locales aparecen asimetrías internas que deberían ser atacadas al mismo nivel de lo que ocurre entre los diversos países.
Para una comprensión de este tipo de asimetrías, sería conveniente también clasificar los países de la región según sus capacidades productivas. Podríamos entonces hablar de la existencia de tres grandes grupos: países de producción alta, que realizan más de 50 películas al año, como sucede con Argentina, Brasil y México; países de producción media, con entre 10 y 15 películas al año, para los casos de Colombia, Chile y Venezuela, y posiblemente Ecuador y Uruguay si allí se aplican efectivamente las nuevas legislaciones y se afirman sus capacidades productivas; y por último, los países de producción baja. Aquí podríamos ubicar hoy a Cuba, pese a que en su momento fue uno de los países de producción media, superior a la de Chile, Colombia, e incluso Venezuela. Sin embargo hoy atraviesa dificultades serias en este campo y ello limita su capacidad productiva, la que en buena medida está siendo mantenida con coproducciones internacionales. Existen otros países en la que sólo se asiste a una producción de carácter ocasional como Paraguay, Nicaragua, El Salvador, Honduras, Haití, Panamá, Costa Rica, Guatemala y el resto del Caribe. Aunque debe destacarse cierto crecimiento productivo en alguno de los países centroamericanos.
Otro nivel de clasificación podría tratar las distintas categorías de producción que aparecen en casi todos los países, aun cuando a veces ellas están interconectadas y sus fronteras se diluyen. Existe un tipo de producción que convencionalmente podríamos denominar industrial, un término tal vez exagerado, porque no existen ya en América Latina aquellos proyectos industrialistas que aparecieron en los años ´30 y ´40 en países como México y Argentina. Apenas subsisten actividades productivas que recurren a sistemas industriales y tecnológicos para desarrollar actividades de producción cinematográfica y servicios de exhibición. Sólo el sector televisivo aparece en nuestros días con las características que son propias a una industria del audiovisual.
Con relación a esta categoría que convencionalmente denominamos industrial, esta se caracteriza, no tanto por realizar películas que aspiren a conquistar lauros artísticos o méritos culturales, sino por obtener con ellas la máxima rentabilidad económica en el menor plazo posible.
Nótese que el éxito de las películas ya no se mide en nuestros países por la cantidad de espectadores sino por las recaudaciones. Si hay algo que hay de destacar en este sentido es que normalmente, el empresario sea distribuidor o, al exhibidor le importa más el dinero que ingresa en boleterías que la cantidad de público que entra en las salas. Un tema, este último que a quien más debería interesar y preocupar es el Estado, ya que forma parte de la cultura audiovisual.
Al sector de la comercialización puede motivarle el número de espectadores ya que puede hacer al rating y a la promoción de una película, pero atendiendo a sus fines de rentabilidad prefiere que se reduzca tres veces el volumen de entradas vendidas, con la condición de que a un mismo tiempo se multiplique por tres o por cuatro el precio de las localidades. Menos gastos en copias, en servicios, en personal, en impuestos y, por lo tanto, mayor rentabilidad económica.  Con lo cual, y esto debería ser preocupación de las políticas culturales, el consumo se elitiza y se concentra cada vez más en un menor número de espectadores y de espacios de exhibición, preferentemente orientados a los consumos de clase media y alta. Esto lleva a su vez a que la producción fílmica local se vea empujada a menudo a encarar proyectos con temas, géneros y tratamientos que respondan a las motivaciones y a la demanda que han ido generándose en dicho público a partir de los modelos hegemónicos impuestos.
Cuando esta categoría de filmes se realiza dentro del país, ella tiene sin embargo la virtud de aportar de alguna manera a la economía de las actividades del sector y al empleo o a la gimnasia profesional de los equipos de realización, los actores, músicos, escenógrafos, laboratorios y estudios, es decir, aporta al desarrollo de una experiencia que no debería ser subestimada. Además, si estas películas llegan a tener éxito a nivel local es porque tocan con sus temas y tratamientos algunas fibras de la sensibilidad de nuestros públicos que tienen que ver con su cultura y también con la ausencia de proyectos cinematográficos que, con aspiraciones estéticas más avanzadas, no logran seducir o convencer al espectador. Negarnos a esta realidad sería asumir que uno o dos millones de espectadores que van ver una película nacional, por más intenciones lucrativas que aquella tenga, son uno o dos millones tontos, cosa difícil de afirmar desde cualquier análisis cultural o político.
Existe una categoría de cine de carácter intermedio, que considero fundamental, y es aquella donde está más presente el criterio del director como autor y las aspiraciones de éste de motivar a los posibles espectadores de de cada película. Además, buena parte de los directores de esta categoría de cine, son a la vez productores de sus películas razón por la que no pueden darse muchos lujos arriesgando su dinero. No se trata de un cine de autor limitado a intentar comunicarse solamente con lo que podríamos llamar el campo del cine,  conformado por cineastas, docentes, críticos, organizadores de festivales y otros más, sino que procura establecer, sin desechar ese campo, una efectiva y exitosa comunicación, primeramente con el público local y a partir de ello con otros públicos. Es, en la mayoría de los casos, un cine exigente en la elección de los temas y en el tratamiento artístico y técnico, con lo cual puede lograr productos de calidad competitiva frente a las películas de otras latitudes. Es así que podríamos ubicar a este tipo de productos en lo que convencionalmente ubicaríamos en la categoría de cine industrial de calidad, en la medida que sin perder de vista el interés por el impacto de una película en las boleterías, hace prevalecer en la mayor parte de los casos la búsqueda de un logro social y cultural, instalando además una marca autoral en las obras producidas.
No es necesario hacer un recuento filmográfico o historiográfico de este tipo de producciones, y bastaría que cada uno acuda a su memoria para confirmar la existencia de este tipo de producciones en cada país y reconocer a un mismo tiempo que la mayor parte de las mismas figura entre lo mejor de la cinematografía local y también de la regional.
Una tercera categoría de cine está presente en parte de las nuevas, o no tan nuevas, generaciones nacidas en las escuelas de cine, con una gran diversidad de estilos y enfoques estéticos. Es una categoría que podríamos definir, aunque el el nombre resulte un tanto ambiguo, como cine de autor o de estilo, asociado más a la preocupación por experimentar o investigar nuevas formas de tratamiento audiovisual que tiendan a impactar en el reducido y selecto campo cinéfilo, que a interesar en el público y en el mercado. Por otra parte, al margen del empeño y el riesgo económico con que participan los equipos a cargo de la realización de estos filmes, es común también en algunos países que cualquier déficit presupuestario o de financiamiento sea compensado con las políticas de fomento gubernamentales, cuando ellas existen, o con algunas ayudas procedentes de organismos internacionales, fundaciones, festivales o instituciones culturales sin fines de lucro.
No es éste un tipo de cine que de ninguna manera deba desecharse en el marco de una política nacional de desarrollo cinematográfico. Por el contrario, creo que debe ser valorado ya que, pese a que muchas de sus experiencias no logren ningún impacto en las boleterías, cuando algunas de ellas están seriamente fundamentadas y logradas, refuerzan la imagen de una cinematografía nacional y benefician directa o indirectamente a las otras categorías que hemos señalado para el cine. Además, ninguna industria en el mundo ha podido desarrollarse si no ha realizado inversiones que pueden ser incluso a fondo perdido, en lo que son las líneas de la investigación aplicada, la producción de prototipos experimentales y todo aquello que sirve de base de prueba, para acometer productos de impacto en el mercado, sea con fines meramente lucrativos o también estéticos y culturales.
En síntesis, hemos presentado tres hipotéticas categorías de producción cinematográfica que, de una forma u otra, están presentes en casi todos nuestros países. Y antes que pretender valorar a unas por encima de otras, creo que cada cineasta debería tener amplia libertad para experimentar en su propio terreno, aquello que crea y siente más enriquecedor, tanto para su desarrollo profesional como para el contexto sociocultural y político en el cual interactúa.
Otro tema de interés en esta exposición es el del financiamiento productivo de nuestras películas. En términos generales, casi todos los países productores cuentan con organismos nacionales de fomento a la actividad cinematográfica y cuando ellos no existen, tal actividad es sólo esporádica o incluso inexistente. Además, también la región cuenta con organismos intergubernamentales dedicados a promover las actividades del sector sea en la producción, la comercialización, la capacitación o el desarrollo de proyectos. Uno de ellos, por ejemplo, es el CAACI, Conferencia de Autoridades Audiovisuales y Cinematográficas de Iberoamérica, cuya creación tuvo lugar aquí, en Caracas, a finales de 1989 cuando firmamos en nombre de varios países tres principales acuerdos y convenios, que fueron los de Integración Iberoamericana, Coproducción y Mercado Común Latinoamericano.
A escala subregional, los países del Mercosur han constituido a su vez, en 2004, la RECAM, Reunión Especializada de Autoridades Cinematográficas y Audiovisuales del Mercosur, un organismo que procura incrementar también las actividades de coproducción, codistribución, exhibición e información, en este último caso a través de un Observatorio Audiovisual del Mercosur, el OMA, y que complementa aquello que está llevando a cabo la CAACI.
Ningún proceso de integración se construye a corto plazo. Pero es precisamente en el cine donde se han manifestado siempre mayores inquietudes por los intercambios y la integración regional del sector. Lo cual resulta cada vez más de suma importancia si es que nos orientamos a la consolidación de cinematografías capaces de competir exitosamente con aquellas que hegemonizan nuestras pantallas. El desafío en este punto es ir desarrollando una conciencia de Estado-Región que supere las limitaciones aún existentes de los viejos proyectos de Estados-Nación, aquellos que tal vez pudieron justificarse uno o dos siglos atrás, pero que, como la experiencia lo indica, han servido más para la creación de muros y fronteras, que de puentes para un verdadero y fraternal intercambio. Y a esto han contribuido mucho las políticas educativas aislacionistas y las competencias económicas sectoriales entre los grupos empresariales para la conquista o la preservación de sus mercados.
Esa concepción de hacer primer lo local por encima de lo regional, llevó en el caso del cine a que cada país sancionara legislaciones y políticas sin tener mucho en cuenta a los países vecinos. Nacieron así políticas de fomento a menudo incompatibles entre un territorio y otro, que no ayudaron a promover actividades productivas o de distribución conjunta entre nuestras cinematografías. Recién en las dos últimas décadas creció el interés por avanzar en todo aquello que pudiera ser de interés común a unos y a otros.  De ese modo, las experiencias de algunos países en cuanto a legislación y políticas comenzaron a servir también de referencia a quienes por primera vez incursionaban en el fomento al cine.
Si se observa esta situación de manera un tanto escueta y en orden alfabético, vemos que en Argentina, la legislación vigente, aprobada en 1994, dispone de una serie de medidas complementarias para fomentar la producción, la exhibición y casi todo lo referente al desarrollo del cine local. El INCAA, Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales, cuenta con un Fondo de Fomento Cinematográfico, al que aportan los espectadores de cine cuando concurren a las salas, la venta y el alquiler de video pregrabado, y también un porcentual que viene de la televisión. Todo ello le permite otorgar subsidios diversos, realizar concursos, participar en coproducciones, avalar créditos, además de apoyar en algunos casos producciones de los países vecinos.
A su vez, Bolivia intenta actualizar su legislación cinematográfica, ya que pese a las finalidades previstas en un inicio, la experiencia realizada indica que se hacen indispensables diversos cambios, referidos en particular al financiamiento productivo. Cabe aclarar que es la única ley en la región que establece de manera explícita la necesidad de introducir la educación audiovisual para la formación crítica de los nuevos públicos. 
Brasil, por su parte, tiene un complejo de leyes y decretos complementarios que parte del interés estatal de fomentar la cultura en general, y se basan en incentivos fiscales, a los cuales se suman también otras medidas para el desarrollo del sector. Todo ello está a cargo de dos organismos de gobierno, la Secretaría del Audiovisual y la Agencia Nacional de Cine, además de que, en muchos de sus estados, también existen políticas locales para el fomento cinematográfico y audiovisual.
La de Chile es una ley que no tiene muchos años de vida y las ayudas al cine provienen de fondos diversos que confluyen para el fomento tanto del cine como la producción televisiva, ya sea a través de la Corporación de Fomento de la Pequeña y Mediana Empresa, CORFO, y el Fondo Nacional de las Artes y la Cultura, el FONDART.
En el caso de Cuba no hubo necesidad de sancionar una ley de muchos artículos o muy extensa. Bastaron unas pocas y escuetas líneas para que la Revolución dispusiera la creación en 1959 del ICAIC, el Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográfica, y describiera los objetivos fijados para el sector, que eran y siguen siendo los de desarrollar la industria, atendiendo criterios artísticos y “para servir a los fines de la Revolución”. Y aunque esta ley no tuviese un carácter detallista o pormenorizado, sirvió para que el cine cubano durante décadas fuera uno de los más valiosos de la región. Lo cual confirma la idea de que, aunque una ley exista, por más ambiciosa que sea, será siempre la interpretación que se le de a la misma, la que redundará a favor o no de lo que la letra de aquella establece. Ocurre algo parecido a lo que es propio en las constituciones nacionales. Por más que ellas, al igual que las leyes, establezcan derechos para los ciudadanos, ellos sólo pueden ser ejercitados por quienes tengan el poder real de hacerlo. De poco o nada serviría una excelente ley de cine si los cineastas que representan al sector no disponen de facultades o capacidades para hacer que dicha ley se cumpla. Este es un problema que se vive en algunos países, con buenas leyes, pero que el gobierno no respeta y los cineastas no cuentan con el poder necesario para hacerlas cumplir. Con esto no quiero desmerecer de ningún modo la importancia que tiene la sanción de leyes cada vez más adecuadas a la realidad de cada país y de la región.
En México, la firma del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos y Canadá acotó muchas de las posibilidades de su actividad productiva, de tal manera que en la primera década de vigencia de dicho tratado, la producción nacional se redujo prácticamente a la mitad. Y cuando los cineastas mexicanos propusieron crear un pequeño impuesto a las entradas de cine, bastó que los representantes de las majors, junto con sus aliados locales de la distribución y la exhibición, dijeran no a dicho proyecto, para que el mismo se frustrara. Recuerdo que algo parecido sucedió aquí en Venezuela, en los tiempos de Carlos Andrés Pérez, cuando Jack Valenti, el zar del cine norteamericano, dirigió una carta al gobierno señalando los peligros que acarrearía en las relaciones de Venezuela y Estados Unidos un proyecto de ley de cine que estaba siendo tratado entre cineastas, parlamentarios y el propio gobierno.
Uruguay felizmente ya tiene una ley, y aunque no cuenta muchos recursos dispone finalmente de un Instituto del Cine y el Audiovisual, el cual, hace honor a las largas luchas de los cineastas uruguayos por crear imágenes que expresen y representen a la cultura y la situación de su país. La de Ecuador, es una ley formidable que desde hace bastante tiempo se trató de aprobar y finalmente se logró con los cambios políticos e institucionales que se sucedieron casi recientemente en ese país. En el caso de Panamá, aunque no tenga un instituto de cine formalmente establecido, la ley de cine aprobada poco tiempo atrás fija una serie de medidas, entre otras la cuota de pantalla y el régimen de ventanilla, que están orientadas a estimular la producción local y las inversiones extranjeras en la realización de películas dentro del territorio nacional.
A su vez, Venezuela también tiene una de las leyes más ambiciosas, al menos en lo que a textos escritos y aprobados se refiere, en la que recupera aspectos de otras leyes de la región e incorpora temas específicamente nacionales, pero que pueden ser también de gran utilidad en otros países.
En naciones como Paraguay, y algunas de Centroamérica, no existe todavía legislación alguna para el fomento al cine y en consecuencia, ellas tropiezan con enormes dificultades para producir y difundir imágenes propias. Alguna de ellos, como Guatemala, desarrolla valiosas actividades en materia de producción, aunque recurriendo a una intensa labor de gestión que permita conseguir recursos financieros dentro y fuera del país, como sucede con la experiencia de Casa Comal.  Otra experiencia de gran valor es la que viene desarrollando el Proyecto Cinergia, una fundación dedicada al fomento del cine centroamericano y caribeño, y que aparece en esa subregión como una especie de programa “mini-Ibermedia”, cuyos fondos proceden de la cooperación de las instituciones internacionales.
En cuanto a recursos para el financiamiento productivo, no habría que perder de vista, existan o no leyes de fomento, que aquel está condicionado fundamentalmente por las posibilidades que ofrece el mercado interno de cada país, o bien por los acuerdos existentes para ampliar y articular esos mercados con los de territorios vecinos y de la región.
Tampoco deberíamos olvidar en este sentido que ninguna cinematografía nacional en el mundo ha podido trascender sus fronteras y ganar espacios sostenibles en otros mercados, sino ha logrado primeramente interesar dentro del propio territorio. Esto sucede no sólo en el cine, sino también en la ficción televisiva, por ejemplo, con la telenovela. Pueden existir algunos casos de excepción pero en la generalidad de las experiencias, la idea es la misma. Interesamos, motivamos, seducimos o comprometemos a nuestros públicos con nuestras obras o se hará muy difícil, cuando no imposible, desarrollar una labor más o menos sostenible en la actividad productiva. El desafío es mayor aún para el cine documental, donde las dificultades de su financiamiento suelen ser mayores aún que en el de la ficción.
Los créditos reembolsables, los premios concursables o los subsidios que pueden proceder de uno u otro gobierno según las leyes existentes, o incluso las diversas formas de ayuda que pueden otorgar algunos festivales internacionales o fundaciones de otros países, posibilitan sin duda un mayor o menor margen para las actividades productivas, pero no aseguran de ningún modo su sostenibilidad en el tiempo y mucho menos una independencia real para producir las obras que como cineastas pretendemos realizar.
Ahora bien, el financiamiento de la actividad productiva ya no depende como en el siglo pasado de lo que una película reditúa solamente en las salas de cine, sino que puede ampliarse a las nuevas ventanas de difusión y comercialización que se han ido abriendo con el desarrollo de las nuevas tecnologías.
En Estados Unidos, por ejemplo, más del 50% de los ingresos de las compañías productoras procede de ventanas de comercialización ajenas a las salas de cine como la Televisión en sus diversas formas, el video y el VHS, la música de los filmes, el merchandising. No es nuestro caso, donde, por ejemplo, la disminución del número de salas de cine afectó siempre el financiamiento productivo en cada país, debido a la carencia de otras vías de comercialización.
La venta de una película latinoamericana en los canales locales de TV es casi un imposible, salvo que se acepten algunas regalías casi simbólicas, y para la obtención de recursos por la venta o alquiler de DVD o video, sucede algo parecido. Sin hablar ya de derechos musicales, ventas internacionales, merchandising u otras formas de resarcimiento. Pueden contarse con los dedos de una mano aquellas películas que lograron en un determinado país acceder con relativo éxito a esas ventanas de comercialización.
Esto debería convocar a los organismos cinematográficos y a los cineastas a desarrollar acciones políticas con el fin de introducir los cambios locales que sean necesarios para articular las posibilidades de financiamiento en salas –que son también de indudable valor sociocultural- con las que pueden estar presentes en otros medios audiovisuales, como la televisión y el video, y en todos aquellos que están creciendo en cada mercado.
La presencia de la televisión se hace cada vez más necesaria para el desarrollo de las actividades cinematográficas y audiovisuales, que de una u otra forma beneficiarían también a la programación del medio televisivo. Sin embargo existen también algunos antecedentes que sería necesario evaluar críticamente con el fin de actualizar y mejorar las relaciones entre el cine y la televisión. Cabe recordar en ese sentido que ya en los ´70, por ejemplo, Televisa, producía en algunos años casi un 50% del cine mexicano, y lo hacía sobre personajes, temáticas y demás elementos que eran atractivos al mercado de la televisión y también podían ser de interés en la población latina de los Estados Unidos. Asimismo, en Brasil, la influencia de la televisión siempre ha estado presente, a través del Grupo Globo, en producciones fílmicas con géneros de entretenimiento y personajes probados como muy exitosos en el propio medio, potenciado todo ello con un buen marketing y la promoción de los distintos medios radiales y periodísticos que integran el Grupo.
De modo parecido, en Argentina, la mayor parte de los grandes éxitos del cine local de los últimos años ha estado a cargo de los conglomerados de multimedios aparecidos en el país con las privatizaciones de los años ´90, como son los casos de Artear y Telefé. La producción o coproducción fílmica puede representar para ellos una actividad subalterna, pero potencia políticamente la fuerza de esos grupos, y en la medida que sus intereses están vinculados a las telecomunicaciones, la informática, fondos internacionales de inversión, industrias culturales y medios de información en general, ello les permite plantarse frente al gobierno, sea éste del signo que fuere, para intentar concesiones de distinto tipo  no relacionadas necesariamente con el cine ni el audiovisual.
Al margen de las iniciativas de algunos canales privados de TV, como en México, Brasil y Argentina, algunos medios públicos han comenzado a interesarse en participar de la producción o la emisión de películas nacionales y latinoamericanas. Recientemente, en Argentina, el Canal 7 de la televisión estatal, anunció que disponía de fondos para la producción de una película nacional seleccionada en un concurso. Así, un canal público puede adelantar presupuesto para el cine a la manera de algunos países europeos. Es un avance, sin duda. Pocos años atrás el Instituto de Cine argentino coprodujo con ese mismo canal algunos programas unitarios de diversos cineastas. Recuerdo También algunas experiencias de ese carácter, aunque muy escasas, como las realizadas en México años atrás. Son líneas de trabajo que hay que fortalecer y eso requiere de mayores niveles de asociatividad entre los cineastas, gestiones permanentes ante los poderes del Estado, e incorporación en las legislaciones de cine y de radiodifusión de normas destinadas a vincular las actividades coproductivas y de comercialización entre ambos medios.
En lo referente a las posibilidades de financiamiento que pueden provenir de las ventas en el exterior, ellas son también una vía que se hace necesario construir y desarrollar. Aunque ello no resulte de ningún modo una tarea fácil. El hecho de que algunas películas de lo que puede ser un cine industrial de calidad o de autor ganen en un festival internacional, sea a través de la adquisición de sus derechos por parte de un canal estatal europeo o de un circuito de salas de arte, no implica que, por si solo, tales ventas alcancen a satisfacer las expectativas de quienes las produjeron. O al menos, a la mayor parte de ellos.
En los estudios que se han realizado últimamente sobre estos temas, es posible observar que los mercados internacionales más atractivos para las películas latinoamericanas, son los europeos, particularmente el español. Sin embargo, muy pocas películas han logrado en ellos éxitos significativos, con la excepción de algunos títulos argentinos y mexicanos. Aún así, la presencia de nuestras cinematografías en las pantallas de otras regiones representa un hecho valorable que se hace necesario reforzar e intentar sostener. No sólo importa como rédito económico para algunas producciones, sino, que además puede estimular algunas inversiones coproductivas y contribuir a las relaciones culturales y políticas de nuestros países con otras naciones. Convengamos asimismo que la presencia de películas latinoamericanas en países como España no es un hecho nuevo en la historia de nuestro cine, ya que basta recordar los acuerdos y convenios de coproducción y de codistribución que se firmaron hace casi medio siglo, por ejemplo, entre España y Argentina. Más aún, personalmente recuerdo haber visto películas argentinas a fines de los años ´40 y principios de los ´50 en salas de una pequeña ciudad del norte de España. El cine mexicano, tampoco le iba en zaga al argentino.
En cuanto a los mercados internacionales, el Programa Ibermedia ha significado un gran impulso para nuestras producciones y coproducciones así como para posibilitar la presencia de películas latinoamericanas y del Caribe en otras latitudes. Presencia todavía insuficiente, pero presencia al fin.
La experiencia de la coproducción con países de otras regiones ha venido desarrollándose hasta el momento a través de dos vías principales. Una de ellas, es la que ha tenido lugar con compañías norteamericanas, en las que predominó casi siempre el tipo de cine que antes hemos categorizado como industrial, productos concebidos para mercados internacionales y masivos, películas con temática desterritorializada y deshistorizada, como aventuras de piratas, de ciencia ficción, algunas de acción y otras de entretenimiento. En ellas nuestros países han aportado cuanto más, algunos vistosos escenarios, técnicos y actores que figuran en planos secundarios, y bastante mano de obra barata.  A cambio, esta vía contribuyó a mejorar la experiencia profesional de quienes participaron en esas producciones y a las inversiones que se hicieron en materia de gastos y servicios durante la etapa de filmación.
Otra línea que se ha experimentado en este terreno es la coproducción con naciones europeas, en particular, con España, y también con Francia, Alemania, Italia y algunos otros países. La experiencia ha sido muy distinta, ya que en estos casos prevaleció a menudo el interés político-cultural de organismos gubernamentales y de canales estatales de televisión, aunque también el de algunas compañías privadas interesadas en un cine industrial de calidad o de autor, lo que se tradujo en un mayor respeto para la intencionalidad temática, creativa y autoral de los proyectos. Ello permitió que en muchas de esas coproducciones apareciese la problemática concreta de algunos países latinoamericanos, junto a la presencia de tratamientos fílmicos en los que pudo expresarse buena parte de las ideas y los imaginarios de quienes participaron en esas películas.
Argentina y México son los países que más películas han coproducido con compañías españolas y europeas y con empresas de televisión de esos países. Los acuerdos de coproducción y la compatibilidad existente entre las legislaciones de España y Argentina, han posibilitado, por ejemplo, la realización de casi 50 películas entre los años 2005 y 2006. Por razones idiomáticas, Brasil, es el país que más dificultades ha tenido hasta ahora en materia de coproducciones, aunque en fecha reciente acaba de anunciarse en España la realización de algún filme de ese carácter.
De cualquier modo, este tipo de acuerdos, sean de carácter bipartito o tripartito, suele estar de algún modo sujeto a los condicionamientos que tienen los productores europeos debido a las normativas vigentes en ese región y que han sido dispuestas para proteger las cinematografías y el audiovisual local. Normas claramente defensistas ante la creciente presión de las majors norteamericanas que manejan más del 70% de esos mercados.
Existen además en América Latina y el Caribe diversos acuerdos y convenios de carácter intrarregional que se han visto reforzados en los últimos años a partir de los cambios habidos en las políticas de algunos países y con la aparición de nuevas legislaciones de cine en lugares que hasta hace poco tiempo carecían de ellas. Esto ha posibilitado la realización de coproducciones bipartitas, tripartitas o multipartitas entre países de la región o con otras naciones.
Entre las opciones que aparecen para el financiamiento productivo del cine latinoamericano, deben incluirse también las que proceden en algunos ejemplos de cooperación internacional, orientados en su mayor parte al tratamiento de temas que resulten de interés para los organismos o instituciones de los países cooperantes. Es el caso ahora de la fundación holandesa Hivos, coparticipando en algunos proyectos de Casa Comal en Guatemala y con Cinergia en Costa Rica. Iniciativas parecidas se repiten también en materia de producciones de bajo costo dedicadas a tratar temas de derechos humanos, medio ambiente, infancia, mujer, o expresiones culturales de carácter local. Es una vía que habría que tener siempre en cuenta para el financiamiento de algunos productos locales y de la cual participan a veces gobiernos y fundaciones europeas y de distintas partes del mundo.
Aunque en materia de producción y coproducción existen apoyaturas locales, regionales e internacionales, las dificultades mayores del financiamiento de nuestras películas siguen estando en la distribución y la comercialización de las mismas. Esto es una especie de cuello de botella no sólo para la actividad cinematográfica, sino para el conjunto de las industrias culturales. Más aún, ninguna industria, sea del carácter que fuere, puede sobrevivir si no cuenta con adecuados sistemas de comercialización. Es decir, con una organización de los espacios demandantes y consumidores que sea capaz de corresponderse con las capacidades productivas de los ofertantes.
En esta situación, las ventajas corren sin duda a favor de las majors y de las grandes compañías transnacionales. Ello es así porque no basta con la gestión personal exitosa que en algunos casos puede tener uno u otro productor, sino que se hace necesario implementar actividades de carácter asociativo, que a su vez sean estables y permanentes, dedicadas a la promoción y comercialización de nuestras películas. Un tema que exige de la realización de acuerdos regionales o subregionales, en los que deberían estar presentes los productores y los cineastas junto a los organismos responsables del cine en cada país.
Convengamos que las experiencias realizadas hasta hoy en nuestros países no han dado los resultados que esperábamos. Sólo queda en nuestra memoria la labor exitosa de lo que fue durante algunos años Pelimex, la empresa estatal mexicana que llegó a tener más de una decena de oficinas de distribución en América Latina y otras regiones y gracias a lo cual el cine de ese país fue conocido en la mayor parte de la región. También en su momento el ICAIC intentó una experiencia parecida, aunque a otro nivel, y lo mismo que hizo el Instituto Nacional de Cine de Argentina a mediados de los años ´80 con Argencine, en Madrid, una pequeña oficina de ventas dedicada a ofertar aquello que los empresarios no lograban vender por su cuenta.
Sin duda, se trata de un tema que exige esfuerzos e inventiva, así como aportes del Estado y del sector privado, pero cada vez más necesario y decisivo para extender nuestros mercados, posibilitar el financiamiento productivo, y ampliar los intercambios de nuestras culturas.
Podríamos señalar también algunas otras carencias que a nuestro criterio se hace necesario atender. Una de ellas es la relacionada con la falta de datos e información, así como de estudios e investigaciones sobre lo que sucede en las actividades de producción, distribución y comercialización de nuestras cinematografías. En este punto, creo que las majors norteamericanas, a través de sus oficinas de inteligencia, como lo es la compañía Nielsen o la labor de publicaciones como Variety, tienen más información que nosotros de lo que ocurre en nuestros mercados.
Está claro que resulta difícil elaborar políticas de desarrollo, sostenibles y confiables, sea en el sector que fuere, si no existe una labor de apropiación y procesamiento de datos que ilustren la realidad sobre la cual queremos implementar las mismas. Sin embargo hay cada vez más un fuerte consenso en que estas carencias deben ser enfrentadas a través de la creación de sistemas nacionales de información, sobre los cuales pueda irse articulando un trabajo conjunto a escala regional.
La labor del Observatorio Mercosur Audiovisual de la RECAM entre 2004 y 2007, fue un ejemplo en ese sentido. La decisión reciente de la RECAM de encarar esa actividad desde Brasil, a través de la ANCINE, confirma el interés de los organismos de la región. A su vez, la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano ha venido desarrollando en los últimos años, con apoyo de la Fundación Carolina, de la OEI y de la AECID, investigaciones y estudios sobre los problemas de la producción, la distribución y la exhibición de cine latinoamericano dentro y fuera de la región. Más aún, con dicha Fundación estamos proyectando la creación de un primer Observatorio del Cine y el Audiovisual Latinoamericano, el OCAL, a disposición de todos quienes estén interesados en conocer lo que hace a la vida de nuestras cinematografías. El Observatorio del Cine y el Audiovisual brasileño que ANCINE ha puesto en ese país, y los avances experimentados en esa dirección en países como Colombia, Venezuela y Chile son un claro avance en ese sentido. La CAACI también ha demostrado sumo interés en participar de esas iniciativas y a propiciado también alguno de los estudios aparecidos tiempo atrás. Como vemos, la situación es bastante distinta a la de la década pasada, cuando este tipo de actividades era prácticamente nulo o estaba representado por la iniciativa personal de algunos investigadores.
Otro tema en esta reseña de los desafíos a los cuales nos estamos enfrentando, es el de la formación de nuevos públicos. Me refiero a la necesidad de incrementar lo que denominamos libertad de elección de los espectadores, que pasa necesariamente por desarrollar las capacidades de percepción crítica del cine y los medios audiovisuales en los sectores más afectados, que son los niños y los adolescentes.
La tan proclamada libertad de expresión de los artistas y de los medios de comunicación, estará limitada siempre a un derecho de alcance apenas sectorial y parcializado, sino la acompañamos del desarrollo de la libertad de elección de los usuarios o consumidores de medios. Una libertad que es necesario instalar de manera prioritaria frente a los medios audiovisuales que son los que tienen una mayor incidencia en las nuevas generaciones. Y no me refiero al cine que se consume en las salas, sino al audiovisual de la televisión abierta y de cable, del videojuego, la telefonía móvil, Internet y todo lo referido a las nuevas tecnología que seguirán creciendo en este campo.
Parto de la base de que, en las relaciones comunicacionales, los emisores proponen y los receptores disponen. Y esta capacidad de disponer por parte de los receptores no surge de la nada, sino que es producto del campo de experiencias que cada uno tenga, que no se origina solamente en nuestro mayor o menor consumo de medios, sino, principalmente, en todo lo que tiene que ver con lo que hemos desarrollado o experimentado en nuestra vida social, familiar, educativa, política, religiosa o cultural. Cuando uno decide el sentido de lo que observa en una película o en un programa audiovisual lo hace desde la educación, la familia, los amigos, el trabajo, el lugar donde vivió, en fin, las experiencias de vida que tuvo, o lo que es igual, desde todo aquello que, consciente o inconscientemente, está presente en nosotros en el acto de asistir a una determinada propuesta informativa, cultural o comunicacional.
Sin embargo, el consumo cotidiano y a menudo exhaustivo de productos audiovisuales, ejerce sobre nosotros y, en mayor medida en la infancia y la adolescencia, un impacto social y cultural que obliga a destacar la importancia de una labor formativa de carácter crítico con relación a dichos productos. Sobre todo, porque la absoluta mayoría de los mismos no está originada en las necesidades reales de nuestros propios espacios, sino en intereses de otros signos, por lo general antagónicos de los nuestros.
Por tal razón, de no contar en nuestros países con una población usuaria que perciba y analice de manera acertada el sentido y las intencionalidades que están presentes en cada producto audiovisual, la dominación norteamericana sobre la mayor parte de estos consumos terminará formando su propio público, sus propios usuarios y consumidores, cosa que ya está ocurriendo y para lo cual sólo bastaría observar las recaudaciones de las boleterías. Siendo así, la producción local estará obligada cada vez más a adaptarse bien o mal a las convenciones que dicta esa hegemonía, por medio de un cine de ensamblaje o de maquila, cosa que ya esta ocurriendo, porque que de lo contrario podría quedarse sin espectadores locales para sus películas. Si aspiramos a producir obras que contribuyan a reservar la diversidad cultural y a mejorar los procesos identitarios de nuestras comunidades, se hace necesario trabajar entonces en la formación de nuestros propios públicos.
Otro punto entre los que podríamos tratar, es el de la responsabilidad social que nos corresponde como productores de valores y contenidos simbólicos. Esto implica para cada cineasta una permanente exigencia crítica y el desarrollo de las capacidades técnicas y creativas según la categoría de cine en la cual participemos: cine industrial, cine industrial de calidad, cine de autor o lo que fuere. Con más razón aún, cuando buena parte del financiamiento de las películas que realizamos en América Latina procede de lo que nuestros conciudadanos dejan en las boleterías cuando asisten a nuestras películas, así como del fomento industrial, los subsidios estatales, los créditos reembolsables, las ayudas, los premios concursables, o lo que es igual, de los recursos que nuestras comunidades derivan, o pueden derivar, en favor de la producción de imágenes locales. Si no sostenemos entre nosotros una ética de la solidaridad social y cultural, es decir, la responsabilidad de dar a la gente algo más de lo que la gente nos da, toda pretensión de hacer al margen de ella lo que nos venga en gana, tendrá siempre más un carácter elitista y excluyente, que participatorio y enriquecedor de la vida de nuestros pueblos.
Esto no implica de ningún modo hacer populismo cultural, sino crear y producir obras a través de cuya visión el público, o un sector del público sientan que algo valioso y nuevo ha impactado en sus vidas. Digo esto porque si una película no modifica absolutamente nada en los espectadores que asisten a su exhibición o emisión, incluso en el caso de las de entretenimiento: ¿Cuál habría sido el valor o el sentido de haberla realizado o producido si es que ante todo la consideramos un bien y un servicio cultural?
Finalmente, destaco la importancia que están teniendo en nuestro cine los proyectos de coproducción, codistribución y asistencia para superar las asimetrías cinematográficas existentes tanto entre un país y otro, como en el interior de los propios países. En este caso, habría que mantener y profundizar el sentido de responsabilidad y solidaridad que sería necesario destacar cuando aspiramos a la construcción de cinematografías con capacidades y posibilidades efectivamente competitivas.
La Unión Europea se hizo cada vez más fuerte, cuando prestó más atención a la superación de sus asimetrías nacionales. España, Portugal y Grecia eran países de tercera categoría. Si hoy en día se erigen como países relativamente desarrollados ello es producto de los acuerdos y convenios suscriptos, los que no se limitaron a la economía y al comercio, sino que se extendieron también al sector cultural y comunicacional, del que forma parte el cine y los medios audiovisuales. De todo ello dan cuenta los programas, convenios y acuerdos que se formularon y se están formulando en las industrias cinematográficas europeas, precisamente, para hacer de las mismas un instrumento de creciente intercambio cultural y de integración regional.
En nuestro caso se hace también necesario trabajar para la construcción de idearios integracionistas que vayan más allá de lo económico y de los acuerdos de mercado. La experiencia mundial indica que sin un acercamiento de las culturas y de los pueblos, y en esto el cine y el audiovisual pueden aportar mucho, todo proyecto de integración carece de sostenibilidad por más ambiciosas que sean las aspiraciones sectoriales de nuestros empresarios.
Pienso que lo más importante a construir son cinematografías sustentables y ellas podrán existir como tales desde el momento en que estén cultural y audiovisualmente situadas. Es decir, cuando puedan comunicarse dentro y fuera de sus fronteras territoriales, expresando el imaginario diverso y múltiple de sus culturas, pero situadas. Me refiero a que las mismas tengan sus raíces instaladas en un espacio social y cultural concretos, abordando desde la ficción o el documental, desde la animación o la experimentación, desde la investigación o el ensayo, aquellos temas que puedan resultar de interés para la memoria, la problemática y los imaginarios individuales o colectivos de quienes son parte de esos espacios. Se trata, en suma, de construir entre todos un cine latinoamericano creativo, con identidad y universalmente situado.
No podemos renunciar de ningún modo a ser partícipes activos de una cinematografía universal y a desarrollar el intercambio cultural y comercial con todo lo que ella representa. Pero una cosa es intervenir y participar en ese espacio desde el cine en abstracto o desde lo universal no menos abstracto, y otra cosa hacerlo desde un sitio que conlleva un proyecto cultural determinado.
Cada sitio es una memoria, una circunstancia histórica, política y cultural. Si aspiramos a entrar creativa y competitivamente en lo universal, deberíamos hacerlo con una conciencia y un sentimiento de identidad diferenciada, sea local o regional. Es en ese sentido que podremos contribuir también, desde lo particular y diverso de nuestras obras, a la existencia de un cine y una cultura realmente universales y representativos de lo que la humanidad ha sabido producir y crear desde sus orígenes hasta nuestros días.

Caracas, 2009.

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