jueves, 1 de julio de 2010

CHULLECA Y LOS DEL RIO

Octavio Getino
CHULLECA Y LOS DEL RIO
Ediciones CICCUS, Buenos Aires, 2010.

PRESENTACION
La memoria guarda cosas que con el tiempo se pierden y es como si aquello que estuvo presente en la vida de uno, en realidad no hubiera estado, o bien, habría sido apenas un vago sueño. Sacar del posible olvido historias, personajes, imágenes y sueños que estuvieron presente en el pasado, significa recuperar algo de la propia vida, ponerlo de nuevo a la luz, en la confianza de que, tal vez, algún transeúnte del ocio tropiece con ello y le sirva de entretenimiento o reparo.
Algunas de estas ideas me animan hoy a publicar algunos cuentos y relatos, parte de los cuales fueron publicados hace casi medio siglo atrás y otros quedaron inéditos. A mediados de los años ´50 comencé a escribir pequeñas historias que aparecieron por primera vez  en un periódico bautizado como “El Quijote”, que en aquel entonces editábamos en Buenos Aires, más precisamente en el Centro Republicano Español, cuando me tocó fungir entre 1953 y 1955 como Secretario de Prensa de la Juventud Española Republicana en el Exilio. Un título excesivo para lo que en realidad representábamos algo menos de una veintena de hijos de exiliados e inmigrantes.


Luego vino la ruptura con aquella experiencia y comenzó otra, la de una militancia político sindical en el Gran Buenos Aires, en fábricas metalúrgicas, textiles y papeleras. Eso duró hasta finales de los ´50, y concluyó cuando fueron derrotadas las más ambiciosas huelgas obreras de aquello años, las de los metalúrgicos, textiles y la carne. Allí comenzó a declinar la llamada Resistencia, y con ella se puso fin a miles de jóvenes militantes políticos-sindicales, como era mi caso, que pretendían renovar, más bien, cambiar- las dirigencias de los grandes gremios. Tiempo de listas negras, de repetidos despidos, de trabajos que apenas duraban unos días, hasta que la oficina de personal recibía información de los antecedentes de los recién ingresados y, otra vez, a deambular buscando un sitio. Y como esos sitios comenzaban a escasear el tiempo de la desocupación, no el tiempo libre, porqués sólo existe cuando hay un tiempo de trabajo más o menos asegurado, estimuló de nuevo mi interés por la literatura y más tarde por el cine.
El primer empujón lo dio “El Escarabajo de Oro”, la histórica revista literaria  de Abelardo Castillo y Liliana Hecker, y animado por ella, participé en el II Concurso de Cuentistas Americanos que se convocó en 1963, y donde, para mi incredulidad y sorpresa, obtuve con “Le decían Cuarenticinco”, el premio del concurso, compartido con otros admirados y de mucha mayor experiencia en la trashumancia cuentística, como eran Ricardo Piglia, Miguel Briante, Germán Rozenmacher y el marplatense Juan Carlos Villegas Vidal, a quién al igual que a los restantes, me servirían luego de valiosa referencia en mis primeros andares por la literatura.
Luego acudí a la memoria de mis experiencias en aquellos años fervorosos y resistenciales y comencé a hilvanar historias que me eran cercanas, algunas de las cuales reuní en un proyecto de libro de cuentos, “Chulleca”, y que de nuevo para mi sorpresa obtuvo en 1964 el Premio Casa de las Américas, de Cuba, en el género Cuento. También en ese año recibió algún premio del Fondo Nacional de las Artes, con cuyos recursos, José Luis Mangieri, director de otra revista histórica “La Rosa Blindada” y de una pequeña editorial que había bautizado con ese mismo nombre, editó el libro en 1964, poco después de la edición cubana y de otras que saldrían después en Alemania Oriental y en Rumania.
Todo esto son retazos de una memoria que ahora pareció golpearme y que me indujo a proponer una nueva edición de “Chulleca”, a la cual agregué otros cuentos inéditos, producto también de aquellos años, cuando aquella vocación lograba para mí alegría plasmarse, sea escribiendo a mano con una u otra birome, o recurriendo a una prestada y portátil olivetti, pero sobre todo, aprovechando las horas de desempleo y desocupación que en aquel entonces, aunque pesaban menos, también existían.
Aunque no soy partidario de presentaciones, creo que este introito puede ser necesario ahora, transcurrido ya más de medio siglo desde los inicios de primera aventura literaria. Todos estos cuentos fueron escritos entre 1962 y 1964, año en que decidí lanzarme a otra experiencia, no menos nueva que la anterior, y que fue la del cine, continuadora de aquella, aunque debiera cambiar la birome o la olivetti por otros medios y artilugios.
En la primera parte de esta publicación aparecen los cuentos que integraron el volumen “Chulleca”, y en los que solamente cambié de lugar algunas palabras o introduje o saqué algunos adjetivos. En la segunda, incorporé otros que, quizá no aporten demasiado a los primeros, pero que ayudan a conocer algunas búsquedas literarias y la fijación en el papel de personajes e historias que para mí han tenido ayer, y también ahora, cuando vuelvo a leerlas, un valor entrañable. Finalmente, por su extensión y estructura, agrego dos relatos nacidos junto a los cuentos y que agregan cierta experimentación de estilos, completando así la misma inquietud que animó al conjunto de las otras historias.
Dicho esto, confío que esta publicación no sólo rescate algunos ecos de mi memoria personal, sino que, tal vez pueda despertar el interés y, en lo posible, algún enamoramiento, por ciertos temas, personajes e imágenes que en su momento intentaron además formar parte de una memoria colectiva. 


I
CHULLECA
CHULLECA
EL CORONEL TSNIK
ABELARDO
LA RÁFAGA
EL CHIMANGO
LA PATADA
10.018
DECÚBITO DORSAL
PERICO
EL TORNO
EL DISPOSITIVO
LE DECÍAN “CUARENTICINCO”
ROSAURA
LA OCUPACIÓN

II
LOS DEL RIO
LOS PERROS
TEMPORAL
TRIANGULO
RATAS
CRIMINALES DE GUERRA
LOS PROTEGIDOS

III
RELATOS

LOS PROTEGIDOS

ERIBERTO, SIN HACHE, Y EL CICLOMATICO
(Seleccion de cuentos)
CHULLECA
Las vio alineadas en la cima de la cuesta. Las tres mujeres parecían clavadas a la tierra. El viento sacudía sus negras vestimentas y levantaba espesos nubarrones del suelo.
Dios sólo sabría desde cuándo la esperaban. Se detuvo en medio del sendero. Apenas si sentía el peso del envoltorio bajo el brazo. Estaban allí para impedirle entrar a la calle que atravesaba el rancherío; y para ir más allá, al cementerio escondido tras la loma.
Adivinando más que sintiendo su impotencia, miró el tierral que estaba al otro lado de los tapiales, el sendero cubierto ya de quiscos, la laguna y el arroyo muertos. Después levantó la mirada al cielo y siguió largamente el vuelo de un buitre hasta que el sol se le pegoteó en los ojos.
Las tres mujeres desde allá arriba la miraban hacer. Sabían que la Chulleca no se atrevería a subir la cuesta. Vieron que dejaba el envoltorio de andrajos en el suelo y que trazaba alrededor de él un círculo con la mano. La Chulleca aún creía que aquel montón de carne que se agusanaba bajo los trapos era su hijo. Pero las tres mujeres y Salustiano habían resuelto que no. La Chulleca no podía tener hijos. A lo sumo, cría, como los quirquinchos.
Nadie se había atrevido a decir en los últimos días que la Chulleca era una mujer. Podía ser una bestia cubierta de harapos. Algún maleficio del infierno. La conocían desde un tiempo atrás muy largo. Desde antes que el arroyo se secase. Cuando aún el rancherío estaba habitado.
Apareció una tarde y las mujeres la habían mirado asustadas; los chicos le habían arrojado puñados de barro. Nadie supo de dónde había venido. Era una figura encorvada y apenas si algo de su rostro confuso asomaba entre las greñas. Se rascaba las piernas que eran velludas y sarnosas. Había pedido unas hojas de coca. En aquel tiempo el arroyo aún cantaba y las lluvias sacudían la copa de los álamos. Le tiraron un poco de maíz crudo y ella lo había devorado. Después la gente se fue acostumbrando. La mandaban a buscar agua, le daban un botijón o un balde de cuero y le señalaban el arroyo.
- ¡Allí, Chulleca!
La Chulleca entraba al agua con sus piernas enclenques. Al rato se dejaba estar, adormecida, hasta que el aletear de los guaidaos la despertaba. Era ya entonces de noche; asombrada, saliendo de su sueño oscuro, se metía entre las bandadas de pájaros. Dialogaba con ellos, temblorosa, haciendo brotar del arroyo jirones de espuma. Emitía extraños grititos cuando las alas goteantes de los guaidaos salpicaban su desdibujado rostro.
Ahora el arroyo estaba seco. En su lugar se apelotonaban las tolas y los quiscos. Se escuchaba el deslizar furtivo de alguna víbora entre la maraña de cactus. La sombra del buitre manchoneaba el suelo y el convulso aletear de sus alas golpeaba en las chozas desiertas.
El rancherío había sido abandonado poco después de que cesaron las últimas lluvias. Cuando la tierra fue tomando el color de la sal y el zonda achicharraba el maíz y quemaba los álamos. La gente había enterrado a sus muertos y se había ido hacia el sur. Dejaban sus chozas de adobones, las quinchas a medio terminar, aquellas paredes de cañas y de barro que ahora se iban desmoronando sin queja alguna.
Quedaron las tres mujeres y Salustiano. Y la Chulleca. La bautizaron así por ponerle un nombre. Por lo tullida y contrahecha. En los días en que el maíz se extendía hasta más allá de la laguna, la trataban como a un mendigo más en el rancherío. Le daban las sobras de la comida y a cambio ella barría las chozas y espantaba los jotes que venían al arroyo. Luego, en el tiempo de la epidemia, le tiraban unos granitos de maíz o le dejaban un desganado puñado de locro sobre una piedra. Se racionó la comida a los perros. La Chulleca tuvo que roer el hueso de algún perro. Sólo quedó el de Salustiano que ahora estaba ladrando junto a la capilla derruida.
Fue Salustiano quien dijo que la Chulleca no era una mujer, sino un engendro con menos derechos que su perro. Desde ese día la Chulleca no entró más en la repartija y tuvo que disputarle al choco de Salustiano la rebañadura de los platos.
Bestia o no, supieron al menos que era hembra cuando la vieron parir.
Las tres mujeres habían estado a la puerta de su choza que era como un agujero negro en el tapial. De su vientre amoratado había surgido un montón de carne prematura y deforme. Resolvieron que no era un hijo. La Chulleca estaba ojiada.
Había parido un curcuncho la Chulleca. Por eso el perro de Salustiano le largaba tremendos tarascones. Por eso las tres mujeres se santiguaron y repetían, cruj diablo, cruj diablo.
¿Cómo iban a dejarla pasar al cementerio con un curcuncho agusanado como si fuera nomás una acristianada o ni siquiera permitirle que se agachara a beber al pozo si apenas quedaba un culito así de agua?
Llegó la noche. En la cima de la cuesta brillaba una fogata. Las tres mujeres se pasaban entre sí un puñado de locro y lo lamían. Salustiano de pie se recortaba contra el fuego.
Dispuesta a soportar una larga vigilia, la Chulleca extrajo de su chuspa las últimas hojas de coca y les quitó las venas. Las trituró hasta convertirlas en una bola y luego introdujo ésta con un palito en la calabaza llena de cal que llevaba a la cintura y la revolvió hasta que quedó bien blanca. Entonces tornó a masticarla gozosa y tragó con ansias aquel bullicioso zumo que le limpiaba la garganta y le daba fuerzas.
Y llegó el día y con él, otra noche; y luego otro día. Las tres mujeres, impávidas y exhaustas se habían acuclillado en la loma. No soplaba el viento. Salustiano devoraba los últimos restos de su perro.
Un olor pútrido fluía del envoltorio cuando la Chulleca lo sacudía. Aquel olor asfixiante le hacía pensar que las tres mujeres no habrían de irse nunca de la loma y que Salustiano, mientras le quedara un hálito de vida, estaría vigilando día y noche la puerta del cementerio.
Sentía que se iba quedando sin fuerzas. Iba y venía por el sendero, hipando, la cabeza desgreñada; rabiando, meándose de a chorritos. Hasta que el sol estuvo bien en lo alto y la tierra calcinada ardía. Entonces la Chulleca no pudo más. Se tiró dentro del círculo y empezó a escarbar la arena hasta que se le rompieron las uñas, pero siguió escarbando sin uñas. Devastada.
Ni ladraban los perros, ni el cielo era azul, ni un solo jote aleteaba bajo el sol. Era un silencio unánime. Sólo el jadeo de la Chulleca dejando sus hebras de sangre en la arena blanca. En el cielo y la tarde blancos. Sin otras sombras que las de las tres mujeres y la de Salustiano, aplastadas, inmutables: como si ya estuvieran muertas.
Fue entonces que yo le pregunté a la Chulleca:
- ¿Por qué lo entierras?
Ella cubría el envoltorio con unos montoncitos de arena, con algún terrón y unas cuantas tolas.
- No lo entierro - musitó, baboseándose.
Puso sobre las tolas una rama seca de álamo.
- Lo planto - dijo.
Y con andar muy lento, como si no la corriera la prisa, se fue a morir a su choza.



LE DECIAN ''CUARENTICINCO''
Desde hacía rato lo sabía. La gente que le compraba el diario se lo iba diciendo. Uno tras otro.
"No tardará en armarse la podrida."
El sumaba palabras, gestos. Pasos apresurados. La tensión colgando de una mirada.
- Parece que se arma - había dicho la vieja que vendía golosinas en la esquina. Escuchaba una emisora uruguaya: una radio a transistores que apenas si se entendía. Lo miraba a través de unos lentes gruesos; uno de los vidrios estaba rajado. Le ofreció una pastilla de menta.
- Que se arme - dijo él y tomó la pastilla. Volvió a vocear la sexta.
Trabajaba a tanto por diario vendido para un quiosquero. Un viejo italiano que escupía algo al hablar.
Comenzó a desgranarse una fina llovizna.
Sus pies eran enormes. Le decían "Cuarenticinco". Era el número que calzaba. Parecían aún más grandes bajo los estrechos pantalones. Tan afilados y cortos. A veces dejaba que se cayeran; entonces la culera colgaba grotescamente. Lastimosos detalles que observaban la vieja de las golosinas y el gallego del café. Aunque nunca dijeron nada.
"Tiempo fulero."
La garúa resbalaba entre las viejas cornisas, sobre los faroles, susurrando al tocar la calzada.
Protegía los diarios bajo el saco. Un olor agrio viniendo de su ropa mojada se le metía de prepo en la nariz.
Hacía dos meses que vendía la sexta en aquella cuadra. Dos horas más de trabajo. Salía de la fábrica a las seis, allá en la Paternal. Después, al Centro. El primer día se perdió en el viaje; fue a parar a Palermo Chico, junto a una embajada.
"¡Qué lo parió!... ¡Cómo tarda Cecilia!"
Las empleaditas de la escribanía le sonrieron. Inclinó la cabeza y saludó también.
No hacía mucho que había llegado de Tucumán. Peón en un ingenio. Patrones modernos: organizaban milongas en cada aniversario. Allí conoció a Cecilia. Se le pegó una noche. A la madrugada, cuando fue al trabajo, ella quedó arreglando el bulín. Cambió de lugar las macetas. Cuando él volvió, Cecilia estaba con una piba en brazos.
- Es m'hija... Su padre murió para mí... Creémelo...
El, no creía nada. Le dio bronca. Lo tomaban de gil; pero estaba cansado. Cerró la puerta. No bien la pibita le tironeó los pantalones, sonrió.
Después oyó hablar de planes, leyes, decretos y más planes. Al parecer habían trabajado demasiado: sobraba azúcar. Lo despidieron. En el sindicato putearon muchos. El también, aunque con las manos en los bolsillos.
Cecilia no entendía, pero lo escuchó atentamente.
- Vamos a la Capital. La cosa está jodida. Sobra azúcar. Sí. No insistas. Eso dicen... Atorrantes.
Cecilia dijo:
- Bueno - y puteó a su vez.
Desde el tren vio alejarse las chimeneas del ingenio.
- ¡Quémenlas, carajo! - había gritado a unos pibes. Los pibes no entendieron. No hay nada que hacer. Son cosas que le dan bronca a uno.
Ahora trataba de quedarse efectivo en la fábrica de lavarropas. Llegar a hacerse responsable de la Cincinnati, una enorme plegadora de chapas made in usa. Barría el piso, acomodaba piezas. Casi nadie le conocía. Ocurría lo mismo que en Tucumán. Que no preguntasen por él porque muy pocos sabrían dar señas. Solamente amigaba con el Ñato Rodríguez. Buen tipo, aunque a veces hinchaba. Como cuando lo trató de carnero aquella vez que se tajeó la mano: una rebarba de chapa grasienta. No fue al Seguro.
-  No seás gil.
Pero el Ñato no entendía. En una de ésas lo tomaban entre ojos. No quería volver a estar más horas en las colas. Ni a escuchar la voz aflautada de las psicotécnicas que le hacían dibujar casitas, chanchitos, un montón de zonceras, eso, para mandarlo con un poco de suerte a lavar retretes.
Cecilia tardaba. Sentía hambre. Echó los mocos en un pedazo de papel. Había olvidado el pañuelo en casa.
Creyó oír el ruido de explosiones. Venían del lado de la Diagonal.
Cecilia vendría como siempre: rengueando un poco. Una carita seca y afilada. Sandwich y coca cola. Una milanesa envuelta en muchos papeles y piolines. Sabor a tinta de imprenta.
Los vio venir. Avanzaban por el centro de la calle. El tránsito se detenía y quedaba enmudecido. Cabalgaban en lento trote. Pesados impermeables. Sombras envueltas en afilado ruido de sables. Cascos de acero. ¿Qué más?
El suboficial que venía al frente subía a la vereda y desde el caballo, con voz de trueno, ordenaba bajar las persianas de los negocios.
En un café algunos empleados miraban de soslayo. Como si no quisieran ver del todo las botas del policía, la punta del sable envainado. Esto.
- ¡A casa!... No necesitamos diarios.
No levantó los ojos. Lo único que vio con claridad, era la cabeza del caballo que bufaba. Hasta llegó a respirar su aliento cálido.
Una milonga se desataba en la radio de la vieja que vendía golosinas.
Enrolló los diarios amagando una protesta. Fue hasta la Diagonal. Los policías se habían detenido junto a una obra en construcción, bajo un anuncio de analgésicos.
Al doblar la cuadra un soplo agrio le hizo llorar. Una densa nube de gases se mezclaba entre la llovizna. Venía del Bajo, del lado donde la Diagonal se abría de piernas en una plazoleta. La estatua de un caballo con un general encima.
Más tarde nadie se explicaría cómo sucedió todo con tanta rapidez. Estaba en medio de los manifestantes. Obreros que aún vestían ropas de trabajo. Ululaban las sirenas policiales. Cuando se dio cuenta, corría ya junto a los otros.
Se refugió con varios obreros en un zaguán.
- Esta es la democracia - murmuraba una vecina de pelo canoso - ¡Denles a esos milicos!
Le hablaba a él, que hubiese querido explicar que no tenía nada que ver en el asunto. Pero no dijo nada. Los otros le sonrieron. Una sonrisa cómplice. Como si fueran amigos de siempre.
En la calle un suboficial puteaba.
-  Vengan... ¡Vengan piojosos de mierda! - esquivaba los pedazos de baldosas - ¡Yo les voy a dar piedritas!
Explotaron más bombas. Alguien aconsejaba mojarse los ojos con saliva.
- Así no arden ¿No es cierto? - le preguntaron. El dijo, sí. Le pidieron ayuda como si estuviera obligado a darla. Titubeó. Y titubeando, aceptó. Como si no pudiera evadirse. Ayudó a levantar una barricada. Vigas, tachos, tablones, el carrito de un verdulero.
La vereda se desmoronaba. Pedazos de baldosa corrían de mano en mano, se estrellaban contra los carros de asalto. Rostros soñolientos se distendían tras las ventanas. Coches repletos de detenidos. Sablazos. Un aullido.
-  ¡Vayan a casa a fregar platos! - gritó un hombre corpulento a las mujeres. Venían de cascotear a la policía. El hombre tenía aspecto de oficinista. Se secaba con un pañuelo la cabeza calva y exigua. Lo pecharon.
- ¡Rajá, oligarca, que te amasijamos!
Y rajó. Corría torpemente agitando los brazos. Miraba atrás. Resoplaba.
Un muchacho pedía fósforos, tartamudeaba al hablar. Habían volcado un automóvil. Un escarabajo patas arriba, mudo, impotente. Ruido hueco de chapas arrastrándose por el suelo. Tal vez, su queja. Un jubilado alcanzó los fósforos. El coche tardaba en arder.
“¡Apurate!”
Exigió un papel, un diario, algo. Se desabrochaba el cuello de la camisa, los dedos le temblaban. El, le alcanzó dos diarios bastante deshilachados.
- Para algo sirven ¿no? - dijo al que tenía al lado. Sentía cierta desazón al ver allí demolidas tantas horas de trabajo.
"¡Qué tanta historia!"
El tanque de nafta explotó iluminando con un rojo intenso la calle. Algún grito de júbilo. Muchos rostros en silencio. El, caído de hombros, se frotó la nariz. Un poco insatisfecho.
-  ¡Corran! ¡Se vienen! - la voz pasó saltando sobre los charcos envueltos en un impermeable blanco.
Todos corrieron.
-  ¡A fin de cuentas qué somos, carajo! - gritó uno bajo un farol - ¡No corran! ¡Vamos a pararlos! ¿Qué es lo que somos?...
Muchos se detuvieron avergonzados. Algunos regresaron. El estaba entre ellos. Pocos.
Tres milicos entraron a la calle. Al trote, sortearon el automóvil que ardía. Cascos, como gigantes, fundidos al cielo. Avanzaban bajo los carteles que anunciaban pepsi. Automóviles compactos.
Agarró una baldosa. Sintió su superficie cortante, fría, adhiriéndose a la palma de la mano. Incrustándose en la carne. Los dedos engarfiados. La mirada indecisa. Tensas las piernas. ¡Así!
La resolución bajó atravesando el rostro, recorrió el antebrazo y su mano endurecida se elevó con toda su fuerza escupiendo la baldosa contra uno de los cascos. O el cielo. Tan juntos estaban.
Escuchó que se le venía encima un penetrante relincho, una sombra inmensa. Un relámpago que llegaba desde las estrellas. El planazo lo tiró al suelo. Con rabia se hincó de rodillas.
- ¡Hijo de puta! - era su primer grito.
Por más fuerza que dio al salto no alcanzó ni a rozar las crines. El segundo sablazo lo penetró.
Era la misma hora en que la Cincinnati doblaba una chapa con seco chasquido. Cerca de ella una pulidora aullaba entre un raudal de chispas.
Su cabeza fue inclinándose hacia adelante en trágica reverencia.
Las 20:57. Hora de salida de un tren rápido en Constitución. Cuellos de sacos levantados. Hombres colgando de los pasamanos, acostados sobre los techos.
Una voz: - La culpa es de ellos.
Otra voz: - Nosotros tenemos la culpa. Nos faltan pelotas.
Un chorro de sangre le bajaba por el cuerpo.
La locomotora: una nube de vapor; un estruendo de pitidos, de gente que habla. Hierros girando.
Primero fue su rodilla la que tocó el suelo. Los escasos diarios que le quedaban se deshicieron en la calzada como una amplia sábana. Papel, tintas, la vida de una putita de sociedad que se dedicaba al cine, el anuncio de un papel higiénico importado, una conferencia sobre desarme.
La mano ensangrentada aleteaba en el aire negándose a caer. Después su pie tropezó con un tacho de basura y quedó colgando en él. Cabeza y manos, se derrumbó todo entero.
Visto desde el balcón de un tercer piso donde estaban celebrando la entrada en sociedad de una flaca rubita, su cuerpo tenía una posición bastante absurda. Despatarrado. La figura de un hombre tendría que tener cierto aire majestuoso, solemne. Al menos, así ocurre en las películas. Es cierto. Ya podía haber dejado caer su pie, su enorme pie al suelo. Cualquier cosa, pero no dejarlo allí coronando un tacho de basura. Como un insulto.
Rengueando llegó Cecilia. Pegada a las paredes. En silencio, obstinada, fue dando vuelta en torno al caballo de un policía que quería cerrarle el paso. No reconoció su cabeza. Una masa sanguinolenta. La boca: quebrada y abierta. Como preguntando. Horrible. Apartó la mirada con cierto asco. La posó sobre el zapato que colgaba.
Intentó llorar pero no pudo. Oprimía contra su estómago una coca cola. El ulular de las sirenas policiales la estremeció. No sabía qué hacer.
Quedaba sola. Sin plata, sin trabajo. Sola por sobre todas las cosas. Volvería a Tucumán. Tal vez, no.
“¡Qué sé yo!”
El cura del pueblo le había enseñado una canción fúnebre; mucho tiempo atrás. Cuando aún creía en los curas. La tarareó casi en un susurro.
Está loca, pensó un milico que tosía.
Luego, con una mano se alisó el pelo, se tocó la frente y la apretó contra sus ojos. Así estuvo Cecilia largo rato. Quieta. Terriblemente quieta. A dos cuadras, la policía chocaba con los manifestantes. Desde un tercer piso: twist.
Nadie sabe si lloró o no.
Lentamente dejó caer la coca cola en el tacho de basura. Tomó en sus manos aquel pie enorme, lo aplastó contra su cara. Acariciándolo, con suavidad, lo puso tiernamente en el suelo.
- Oiga... señor... ¿Me darán algo de plata en el Seguro? - preguntó al que tosía - El estaba asegurado.
El milico se encogió de hombros y se acomodó el sable en la vaina.
Ella quería vivir. Se alejó, siempre rengueando. Rostro afilado, seco. Ojos buenazos. Inmensamente buenazos.
Al otro día, en una fábrica chica dejaron de armar lavarropas. Pararon las prensas, los tornos. Paró la Cincinnati. En la asamblea hubo un minuto de silencio. Muchas caras serias. Se habló del que casi nadie conocía. Surgieron anécdotas, recuerdos.
Al finalizar la tarde a él lo cargaban en un coche fúnebre de la Municipalidad. Aún llovía. La policía prohibió que lo velasen en el sindicato. Lo hicieron en el cuartucho de un hospital entre muchos crucifijos.
- Sí, el morocho. Ese que entró hace poco, flor de tipo. Aprendé...
Anochecía y lo conocían todos. Incluso los obreros de la Usina que no podían abandonar las instalaciones pero que enviaron un representante a la asamblea. Uno petisito, porteño, que vivó el nombre del peón.
- Sí, aquel que antes trabajaba en un ingenio. "Cuarenticinco", le decían.



LA OCUPACION
Mi padre siempre decía:
- Cuando la mierda valga plata, los pobres se quedarán sin culo.
La gente se reía de mi padre. Se mataba de risa, quién sabe, porque no entendían lo que él quería decir con eso. Yo la miraba a mi madre y me quedaba como ella serio, un poco avergonzado delante de doña Gertrudis y los vecinos.
A mi padre le gustaba hacer refranes. Los escribía cuando escaseaba el trabajo en el güinche y después los pegaba en la columna que está en Balancines. Era la columna de mi padre, decían los balancineros.
Creo que la gente lo extraña; nos hubiera gustado que él estuviera ahora con nosotros. Yo le digo eso a Ledesma y él pone una cara como si no le importase: Ledesma no conoció a mi padre.
- Todos hablaban de mi padre en la fábrica. La verdad, lo querían - le digo, para que sepa.
El dice que de costumbre, los güincheros son los más conocidos en cualquier fábrica.
- De costumbre, no - corrijo.
No lo conoció a mi padre. Si no de seguro que no hablaría así.
La fábrica está ahí en la otra vereda. Desde aquí se la ve tan callada y quieta, que no pareciera la fábrica. Su fachada empieza y termina en la misma cuadra, pero a los fondos se extiende muy lejos, llega hasta los baldíos donde los cirujas prenden fogatas cuando viene la noche.
Por dentro, se modifica de a poco. Hace tiempo, antes de la huelga, sacaron la columna de mi padre. Cambiaron de lugar las máquinas. Las cambian dos veces al año.
- Es para pagar menos impuestos - decía mi padre.
No sé si será para eso, aunque a veces creo que sí porque las corren un cachito y ahí no más las dejan hasta otra vuelta. Con el material que gastaron para cambiar de lugar la rectificadora, él decía que podía terminarse nuestra casa. Eso es cierto. Mi padre sabía de esas cosas. En un tiempo fue albañil, luego oficial. Si no fuera por esa enfermedad que tuvo, fácil que ahora sería capataz. El edificio que está en Leandro Alem, ese grandote, lo hizo él. Después tuvo que venirse a trabajar de güinchero. Antes de su muerte lo ayudé a levantar cuatro paredes en un lote que tenemos en Ciudadela. Lo hacíamos de a puchos. Quería juntar plata para terminar una pieza y meternos allí con mi madre, pero él murió antes de tiempo. Mi madre acostumbra decir: - Felipe tenía que esperar un poco más para morirse.
Yo pienso que no; que él no pudo esperar más. Estaba apurado con todo. Se subía al güinche como si no le importase nada. Yo rogaba para mis adentros que no se le fuera a ocurrir caminar por la pasarela, tan estrecha ella que apenas si le cabían los dos pies juntos. Mi padre caminaba lo mismo. La gente de la fábrica miraba cómo hacía piruetas allá arriba y le tiraba tuercas o pelotas de trapo como si quisiera que se cayese al suelo, aunque yo sé bien que no era tal cosa lo que quería la gente.
Me hizo entrar cuando terminé quinto grado. Va para tres años casi. Le habló a don Cosme que en ese tiempo era jefe de personal. En el taller yo era el más chico. Lo soy todavía.
Mientras mi padre vivió nadie se atrevía a hacerme nada; después, sí. Me tomaron de punto. Me colgaban papeles escritos en la espalda o un trapo de estopa. Una vez me pusieron una lauchita en el bolsillo del saco. Recién me enteré en el colectivo cuando buscaba monedas y entonces la saqué asustado, la tiré por encima de la gente sin querer ofender a nadie, pero igual me hicieron bajar a los empujones.
Me reía cuando en la fábrica hacían conmigo tamañas bromas. A ellos no les causaba gracia alguna que yo me riera, querían verme engranar en seguida, pero yo que los conozco bien, nunca guise darles el gusto.
Cierto que ellos recibieron también lo suyo. No soy ningún pavo, aunque alguno piense que sí. Un sábado antes del descanso, les puse un sapo muerto en la pava del agua. Cebaron mate como si tal cosa. El Asturiano chupaba la bombilla que era un contento. ¡Cómo reí yo aquel día! Me acuerdo que el Asturiano se puso chin¬chudo y me corrió por toda la fábrica. Si mi padre no hubiese muerto para ese entonces, también él haría lo mismo. No le gustaban esas bromas. Decía que ya se perdió el respeto por la gente.
- Con la bondad usted mañana o pasado necesita una mano y se la dan, pero vaya con maldades y no camina.
Así hablaba mi padre.
- Al hombre bueno nunca le va mal, nunca le va mal. Aunque usted haga un servicio y no se lo paguen, mala suerte. Tarde o temprano, se cobra.
Lástima que no esté aquí ahora.
Somos poco más de veinte los que esperamos que Suárez regrese del sindicato.
Recién han puesto dos guardias en los portones de la fábrica. Adentro está lleno de gente con uniforme. Tienen la cara cruda y tan negra que de verdad meten miedo. Yo les digo a los que están conmigo que los milicos se parecen a Ladera, por lo fieros, y ellos dicen que sí. Ledesma se ríe. No sé por qué se ríe, si a fin de cuentas él no conoció a Ladera. Si lo hubiese conocido se pondría a pensar como los otros.
Ladera fue un capataz que teníamos en la sección. Le quedó ese nombre de un apodo que tuvo antes. Al principio cuando trabajaba en Montaje, le llamaban Heladera. Alguien le puso ese apodo porque según se decía trabajaba cinco minutos y paraba quince. Nadie supo cuál era su nombre verdadero. Hasta don Cosme en la oficina le llamaba Ladera. Yo entré dos meses antes que a él lo mandaran a una sucursal que la empresa puso en San Justo. Si digo que los uniformados se parecen a él, es porque los que están conmigo le tenían rabia a Ladera lo mismo que ahora a los milicos. Se les nota en la cara que ponen cuando los miran, cuando se quedan serios y no dicen nada.
Aunque yo quiera hacer lo mismo, no puedo. A veces lo intento. Aprieto los dientes, enderezo el cuerpo, pienso en cuando mi padre carajeaba y me corría alrededor de la prefabricada, o cuando le tiró aquel cuchillo a mi madre por la cabeza. Pienso en cosas malas para cargarme de rabia, pero es inútil. No consigo tenerles rabia ni nada. A Ladera, sí. A Ladera empecé a odiarlo enseguida.
Cuando yo me ponía a lavar los platos de la gente, venía hasta la cocina y me decía que si no me iba de allí nunca iba a progresar ni a ir adelante. Me sermoneaba a cada rato con cierto aire de lástima.
-  Aprendé de Quique. Él estudia en la Industrial - agitaba su dedo admonitorio contra mi nariz porque me negaba a escucharle.
No me gusta que nadie venga a decirme lo que tengo que hacer. Ya bastante lo hacía mi padre y por eso a veces lo miraba mal y yo no lo quería mirar de esa manera pero muchas noches lo hice como si no pudiera aguantarme lo que llevaba adentro.
Y más, que desde un tiempo atrás empecé a odiar a los que tienen lástima de uno.
Ladera quiso llevarme a trabajar con Quique en el balancín. No fui. Quique es un zonzo. Hace trabajo de "especializado" y le pagan como peón. Se pone contento si lo dejan a él solo con la máquina. No me gusta esa clase de gente; además le tengo miedo a las máquinas. No me olvido de aquel día que se incendió la que estaba junto al pasillo y el fuego se propagó al güinche. Pienso en aquello y los ojos se me quedan quietos, se me ponen tristes. Y eso no debe ser nada bueno.
A Ladera sí le tengo rabia. Si hubiese estado ayer cuando ocupamos la fábrica, no lo habría dejado salir. Haría como hizo el Asturiano con su cuadrilla de peones y me pondría a la puerta para que ningún empleado pudiera irse lo más tranquilo a dormir a su casa. Me gustaría verlo como a los otros quedándose encerrado en la oficina, haciendo chistes o contando pavadas como si le trajera sin cuidado lo que nosotros hacíamos. No, yo no lo dejaría irse. Suárez hizo mal en permitir que salieran los empleados.
Suárez y el Asturiano no se llevan de acuerdo. Suárez dice que el otro no es un hombre honesto porque hace de quinielero y un día lo van a agarrar los de vigilancia y él, que quiere ser imparcial, se lava las manos. El Asturiano replica que Suárez es un flojo, que todos los delegados son flojos. Además, que si se lava las manos es porque sin duda las tiene sucias. Le tiene pica a los de la Interna. Todos sabemos que saca plata de la quiniela pero nadie se lo echa en cara. La gente viene lo mismo a que le anote un número, como si nada. No sé por qué Suárez lo mira tan mal. Si cuando la policía rodeó la fábrica y quiso voltear el portón, fue él quien se apareció con sus cuadrilleros armados de varillas gruesas y se puso en primera fila para echarlos a punta de golpes.
Ahora ellos, los milicos y algunos empleados, están adentro chupando mate en nuestras bombillas. Nosotros estamos afuera, recalentándonos al sol como una manga de borregos.
Le pregunto a Ledesma cuántos somos y él dice:
- Somos catorce.
Los cuento y digo que sí, que es cierto. Somos catorce. Ni uno más. Si Suárez tarda, no sé cuántos estarán aquí a su regreso.
En el sindicato le lavarán la cabeza porque suponen que él resolvió ocupar la fábrica pero eso no es cierto. Está bien que Suárez quiera estar bien con nosotros y con ellos, y que en el sindicato se lo basuree, porque se lo merece, pero no es justo que ellos piensen que lo que hicimos fue idea de Suárez. La idea fue del Asturiano y de los mecánicos del primer piso.
El Asturiano dijo que un cuñado le mandó una carta de Tucumán y le explicó cómo habían hecho en el ingenio y por eso el Asturiano lo repetía en voz bien alta para que todos, porque éramos muchos, nos enteráramos. Y nosotros dijimos que sí y levantamos la mano no bien Suárez preguntó si estábamos de acuerdo. Además, no creo que hayamos hecho mal, si no las mujeres no hubiesen venido como vinieron a la tarde a traernos comida y ropa y nosotros no nos hubiésemos puesto tan contentos mientras ellas corrían por la calle y burlaban a los guardias y colgaban los paquetes grandes en los ganchos que les tirábamos desde el piso de arriba.
Estuvieron toda la noche en la vereda de enfrente, justo donde estamos nosotros ahora. Se pasaron la noche mirando para arriba, a las ventanas donde nos apretujábamos mitad intranquilos, mitad zonzos, pero orgullosos, como si termináramos de descubrir otro planeta. Uno de la Mecánica les pedía a las mujeres que llamasen por teléfono a su hermana porque el de la fábrica no andaba bien. Le preguntaron a los gritos quién era su hermana y él dijo:
- Trabaja en una casa de Parque Saavedra. Se llama Eloísa. Es petisona y medio flaca.
Me puse contento, mucho más que antes, cuando a la mañana me dijeron que mi madre había venido. Pero al rato, no más, ya no estaba. Dicen que se paró en esa esquina, un poco alejada de las otras mujeres y que miraba también como ellas. Me buscaron y nadie supo decir dónde yo podía estar. No pude verla, es cierto, pero es igual que si la hubiera visto. Quizás haya llorado un poco y alguna mujer vino a decirle que no llorase, pero lo más posible es que si lo hizo, fue para adentro porque sus ojos son duros y secos. Recuerdo que ni soltó una lágrima cuando trajeron a casa a mi padre muerto.
Me dejó un salamín, un pedazo gordo de pan y una botella chica de vino. También una notita que tengo aquí y que dice que se fue a Ciudadela. Que no haga tonterías y no vaya a perder la botella. Que la cuide.
Se fue a sacar los yuyos que se amontonan entre las paredes ciegas que levantó mi padre. No entiendo por qué hace eso todos los sábados, si total, a la semana siguiente los hierbajos vuelven a retreparse por los ladrillos y falta poco para que se caiga. Aunque ella quiera, no podremos techarla nunca. Es como un cajón sin tapa, agujereado en un costado, vacío, que se pudre y lo carcomen las ratas. El día menos pensado se viene abajo y chau. No sé qué hará entonces mi madre.
- Antes de las once estoy de vuelta -nos dejó dicho Suárez, pero ya son más de las once y seguimos sin noticias.
La gente se va yendo para sus casas. Cada vez quedamos menos. Parece mentira, pero las caras no son las mismas de ayer tarde. Ayer los ojos chispeaban, estábamos como deslumbrados. Nos hacíamos bromas los unos a los otros, corríamos a ver quién corría más por los pasillos. Alguno se tiraba al suelo y se revolcaba para sacarse los nervios de encima. Después, más tranquilos, nadie esquivó el bulto cuando hubo que poner la fábrica en orden. Hasta el mismo Asturiano, que es bastante echado atrás para el trabajo, agarró un escobajo y fue a destapar los retretes.
Yo subí al comedor y di brillo a las cacerolas, lavé el piso, limpié los estantes y abrí las ventanas de par en par. La fábrica quedó más limpia que nunca. Olía como huele la ropa que lava mi madre. A cosa limpia. Era distinta. Nos sentíamos en aquel silencio de máquinas paradas, ligeramente extraños. Era un rumor vago, sólo de voces, las nuestras, y la tarde declinaba.
Estábamos nerviosos. Yo veía en los ojos de la gente que había un poco de alegría y un poco de miedo. Es cierto que algunos se veían preocupados y otros no miraban a la cara, como si tuvieran miedo, pero el hecho de estar haciendo algo casi increíble nos llenaba a todos la cabeza de ideas nuevas, felices o pobres, como nunca había ocurrido hasta ahora. Si yo me admiraba de algo fue porque los vi a ellos tan alegres y a la vez intensamente resueltos. Ledesma se distendía en el sillón del gerente. ¡Quién lo vio ayer como un señor y quién lo ve ahora recostado en el suelo, muerto de sueño!
Yo, lo que él, hubiese dormido algo. Dice que aunque puso la cabeza sobre la mismísima carpeta del gerente no logró pegar los ojos. Nadie pudo sacarlo del sillón ni durante el día ni en la noche. Se ocupó de atender el teléfono y discar inútilmente los números que la gente le daba. El teléfono confundía las líneas, pero era el único contacto que teníamos hacia afuera. Formábamos corrillos alrededor del escritorio para escuchar las voces confusas que llegaban a través del tubo. Cuando los guardias lo desconectaron esta madrugada, por lo aislados que quedamos, nos llegó a parecer que se hubiese cortado también algo dentro de nosotros. Y nos dolía, qué duda cabe.
Alguno se fue a dormir al güinche. Decían que en él corría un aire fresco. No me gusta ver a nadie subiéndose allá arriba. Fui hasta la oficina de Cuentas Corrientes. Muy pocos durmieron. La mayor parte se pasó la noche hablando entre sí, como si se estuvieran observando los unos a los otros, aunque todo estaba a oscuras. Hubo quien no se apartó de las ventanas para mirar la vereda donde estaban las mujeres, apretadas igual que un puño bajo la llovizna, cubriéndose la cabeza con sus pañuelos blancos, como velándonos.
Antes de que amaneciese lo llamaron a Bruno desde la calle. Bruno es un italiano que atiende la rectificadora de la planta baja. Terminaba de decirnos que la ocupación le venía bien; el médico le había recomendado una cama dura porque sufría de la columna y el dormir en el suelo le relajaba los nervios.
- No tengo apuro en salir - nos decía confiado.
Por su enorme panza que cloquea cuando corre, Bruno parece una mujer preñada.
- ¡Tano, te llama tu hijo! - le gritaron.
Allí corrió él y lo vio al pibe que es igualito a su padre, por sus brazos redondos y blancos, por su cara mofletuda y roja parecida a uno de esos globos.
Había dejado de llover; el suelo todavía estaba húmedo y brillaba.
- ¡La maámma está llorando!
Bruno que es un hombre buenazo, casi soltó también las lágrimas.
- ¿Y per qué?
El pibe lagrimeando, bamboleaba los hombros como si alguien lo estuviera sacudiendo.
- ¡La maámma llora! - prolongaba la voz para que su padre lo oyera.
-  ¿Y per qué llora la maámma?
- ¡La maámma llora per que no hay tornato a casa!
- ¡Eh, via, fillo mío, via, via!...
Ya estaba a su vez llorando.
Me puse entre los que proponían dejarlo salir por la puerta que da al baldío, pero la mayoría dijo que no. Tuvo que quedarse con nosotros. El, haciéndose el distraído, dijo, ¡bueno! Fue a sentarse junto a la rectificadora secándose los ojos. Allí estuvo hasta que salimos más tarde.
La sombra de los árboles cae derechita ahora. Deben ser las doce pasadas. Espero un rato más y luego voy al bar de la esquina a preguntarle al Asturiano qué hago.
Es fácil que se haya puesto un pedo; si lo hizo tendré que acompañarlo hasta la pensión. Desde que murió mi padre me cuida como si yo fuera su hermano más chico. No deja que nadie me haga trampas con la comida y si alguno quiere hacerse el vivo conmigo, lo saca carpiendo.
Yo lo respeto como a un hermano mayor aunque a veces lo jodo y le hago burlas o morisquetas cuando anda con la borrachera encima. Es el mejor de todos sin desacreditar a los presentes.
Esta mañana fue él quien hizo apuntalar los portones y puso trancas en todas las puertas. La policía tuvo que volverse atrás cuando fracasó con la arremetida de sus camiones. Las bombas de gases rompieron vidrios y ventanas y algunas entraron adentro. Pero no resultó difícil agarrarlas antes de que explotasen y tirarlas a la calle. Los milicos corrían a todo trote al ver que se les venían de vuelta. Nosotros lo festejábamos con sonoros pedorreos.
Mientras mayor era el bullicio y el estruendo, más corría yo sin saber a dónde ir. Me iba de un piso al otro saltando por las escaleras, batiendo palmas loco de alegría, sin saber bien por qué. Lo que estaba ocurriendo me excitaba de sobremanera.
El día que se incendió el güinche y mi padre quedó prendido a la pasarela con las manos que se le vencían, yo trotaba igual que hoy y nadie podía pararme, pero no me reía, no, como lo hice esta mañana y por ello aquel día después de lo que le ocurrió a mi padre tuvieron que llevarme en la ambulancia al Rawson.
Sin embargo, hoy me hubiese gustado tener cerca a mi padre, para que viese lo que hacíamos. Yo les arrojé a los guardias unos cuantos tarugos de los que sirven para adoquinar el piso. Lo hice más que nada porque todos lo hacían. En realidad no me daba ningún placer aquello y menos aún cuando la cabeza de un milico se puso a sangrar como la de un chancho y el desdichado nos puteaba desde la puerta de la farmacia y el farmacéutico elevaba su puñito pequeño amenazándonos.
Los milicos vinieron con carros de asalto, tiraron bombas, dispararon ráfagas al aire y a muy pocos se les movió el pelo. Cierto que hubo quien bajó al sótano, aunque sólo por si acaso, pero la mayoría estuvo a pie firme apuntalando los portones, tirándoles a los guardias latas vacías, fierros y porquerías.
Sin embargo, bastó que viniera un hombre del sindicato acompañado de un abogado que traía un portafolio grande, para que Suárez lo escuchase con mucha atención y viniera enseguida a convocarnos a decir que si no salíamos ahora, en el sindicato se lavaban las manos.
No; no lo resolvimos así no más. Tardamos, es cierto. Teníamos un plazo de media hora.
Ledesma quiso hablar por teléfono con un hermano que es delegado en Tamet, pero ya habían cortado las líneas. Yo vi que a mucha gente le golpeaba más que no funcionase el teléfono, que lo que nos había dicho Suárez.
A mí me preocupaba solamente que el Asturiano no quería irse así porque así. Me coloqué junto a él, pegado a su costado, por lo que pudiera ocurrir.
Luego fueron varios los que se pusieron a retirar las trancas y ninguno, ni siquiera el Asturiano se atrevió a impedirlo. Fuimos con ellos y abrimos los portones y salimos a la calle, juntos.
El sol estaba bien alto y apenas si quedaba alguna nube. Muchos corrieron a abrazar a las mujeres que esperaban desde ayer tarde. Otros, sin hacerle caso a Suárez, se fueron hacia la Avenida para tomar el colectivo.
Nosotros seguimos aguardando a Suárez.
Cuento: uno, dos, tres, cuatro... conmigo, cinco. Somos cinco los que esperamos. Ledesma, que tiene el pelo alborotado y los ojos enrojecidos, me pregunta:
- ¿Esperamos?
- ¿Esperamos? - le pregunto yo a mi vez.
-  ¿Esperamos, eh? - les dice él a los otros. Ellos se encogen de hombros. Estamos sentados en el cordón de la vereda. Caen algunas gotas de agua de los árboles.
-  Entonces contate algo, pibe - me dicen.
Tomo la barrita de chocolate que Ledesma me ofrece; saboreo su superficie con la punta de la lengua, me humedezco los labios. Después la mastico, la trago bulliciosamente. Les repito el refrán de mi padre y les hablo de las cosas que escribía para que aprendan a conocerlo, y ellos se agarran la panza de risa.
No lo hacen por lo que yo les cuento. Estoy muy lejos de tener la maña que tenía mi padre. Se ríen solamente para sacarse la bronca contenida y tirarla lejos. Para desahogarse. Lo sé, pero de cualquier modo, el verlos reír me produce una satisfacción muy honda y por eso me tiendo a lo ancho de la vereda y golpeo el suelo con los puños como hace Ledesma.
La copa de un árbol está colmada de bolitas verdes que tienden a amarillear y se desprenden. Le pregunto a Ledesma cómo se llama ese árbol y él dice que no sabe. Le pregunto por el nombre de ese otro que tiene un tronco apretado y un color gris ceniza en el que se dibujan rombos verticales y responde: - ¡Me importa un rábano!
Los otros tampoco saben.
Se hace tarde. Si Suárez no viene pronto lo llevo al Asturiano a la pensión y me marcho a Ciudadela. Mi madre se alegrará mucho de que la ayude a sacar los hierbajos aunque no sirva de nada. Pero por algo se empieza, como ella dice.
Vuelvo a sentarme en el cordón de la vereda. Entonces, la fábrica parece levantarse bien hacia lo alto y bruscamente viene a golpearme en los ojos.
Por un instante pareciera tan aquí, tan cercana, que si estiro no más los dedos de mi mano, estoy seguro, alcanzaría a tocarla.



TRIANGULO
Hasta que Crisanto Molina no apareció en la costa, como lo hizo una mañana en la boca del riacho, la vida de Lisandro y de María había transcurrido con esa sencillez invariable que es propia de una familia de pescadores.
El rancho de Lisandro estaba ubicado en una franja de tierra pedregosa, no lejos del albardón, y a un centenar de metros de los matorrales donde comenzaba a crecer el monte. Consistía en una vivienda de piso alto con techumbre de chapas de cinc y cuyas habitaciones, tres en total sin contar el cuarto de redes ni la cocina, daba a una espaciosa galería.
El lugar resultaba demasiado amplio para el matrimonio que había perdido a su único hijo varón en el año de la gran sudestada, y más amplio parecía aún en los meses de invierno, cuando el viento y la lluvia se descargaban sobre el ruidoso techo. Sin embargo, en el resto del año, y particularmente en los meses favorables a la pesca, Lisandro destinaba una de las habitaciones para los peones que contrataba con el fin de que ellos se sintieran más cómodos y no fueran a enrolarse en las redes vecinas. La habitación restante, siempre muy cuidada y limpia, estaba reservada a Elena, la hija que había sobrevivido años atrás a la sudestada, pero a la que enviaron a Buenos Aires a estudiar agronomía. De esta manera, la vivienda, si bien un poco grande para el matrimonio, no estaba nunca demasiado desierta. La vida del racho transcurría, pues, plácidamente y sin mayores sobresaltos.
Lisandro había construido prácticamente todo con sus propias manos y la ayuda de María, siempre servicial en el trabajo. Eran dueños de tres pequeñas lanchas y en los meses de mayor trabajo disponían de un pequeño plantel de peones venidos de otros lados de la costa que trabajaban por tanto. El había dejado tiempo atrás la red de arrastre y hasta resultaba muy raro verlo tirando trasmallos en la cada vez más estrecha playa. Ahora se proponía, y lo lograba, pescar a lo grande, y en los últimos tiempos, un poco porque el río venía bueno y otro poco porque, como decía Vidal, un pescador de la punta, se le daban todas, Lisandro no tenía mayor motivo para quejarse. Se dedicaba al pescado que en la costa conocen como de cuero y trabajaba con trasmallos de nylon y lanchas tipo buceta de poco calado, muy apropiadas para la playa.
Con una capacidad por lancha que superaba las dos toneladas, las bodegas volvían del río invariablemente colmadas de surubíes, lisas, bogas y alguno que otro dorado. Los últimos meses resultaron se mejores de lo que había previsto, si se tenía en cuenta que la pesca no era ya tan abundante y que las inundaciones de octubre habían venido a desbordar peligrosamente el riacho. Tan provechoso resultó el trabajo, que Lisandro se animó a comprar un camioncito y resolvió así el transporte diario del pescado hasta el mercado de Barracas.
La vida del matrimonio se deslizaba así en un mar calmo, sin otras preocupaciones que no fueran aquellas que tenían algo que ver con Elena, cada vez más distante de sus vidas. Entre marido y mujer trazaban una y otra vez repetidos planes sobre la muchacha. Y mientras que la madre era feliz imaginándose a su hija casada con alguien de la ciudad con buen pasar y mejor familia –al parecer estaba de novia con un estudiante de abogacía- Lisandro recelaba de aquel tipo de relaciones en las que no había tenido participación alguna.
Entre el tira y afloja de estas cosas, la vida de ambos transcurría serenamente, como la superficie del río cuando estaba plateado y calmo, hasta que, una mañana de enero apareció Crisanto Molina en las cercanías del rancho.
Ese día Lisandro se disponía a salir del riacho con una de las lanchas. Había cargado las redes asegurándose de que el motor estuviera a punto. Enfilaba ya hacia el río cuando vio una pequeña balandra con cubierta y alto palo, que había encallado en la margen izquierda, muy cerca de la playa. La embarcación estaba bastante maltrecha y debido a su gran calado no era difícil suponer cómo había ido a enterrarse en los pajonales.
La tupida espesura que separaba el rancho del río no le había permitido a Lisandro advertir la llegada de la embarcación. Al lado de esta, aparte de algunas gaviotas medio adormiladas, reinaba la mayor soledad. Supuso Lisandro que posiblemente los ocupantes estuviesen durmiendo todavía en los alrededores. Recién al atardecer, ya de regreso, alcanzó a ver a dos jóvenes desconocidos martillando en la cubierta. A poco de entrar la noche, oyó desde la galería una melodía lenta y melancólica, que le recordó el sonido de una vieja armónica alemana que le habían regalado en su infancia, y que ahora parecía llegar desde la cucheta de la balandra.
A la mañana siguiente volvió ver a los dos desconocidos pero ahora estos se habían enredado al parecer en una discusión y ni repararon en su presencia. Queriendo hacerse notar de alguna manera, largó un sonoro bocinazo desde su lancha y entonces los jóvenes se volvieron a él, aunque no parecían demasiado sorprendidos.
- Güenas…- saludó Lisandro.
Los otros se quedaron mirándolo como si no entendieran.
Aquel día la pesca no resultó tan buena como de costumbre. En varios momentos del día el viento cambio de lugar y las lanchas volvieron con las primeras sombras de la noche. Al lado de la balandra brillaba la luz de una fogata. Lisandro pudo entrever una silueta humana contra la proa y por sobre el chup-chup monótono del motor escuchó la misma melodía de la noche anterior. Más allá de la balandra, asomando por entre el pajonal, se veían las débiles luces del rancho. Supuso entonces que desde algún lugar de la galería le resultaría fácil seguir los movimientos de los intrusos con la ventaja de que ellos no se percatarían de nada. Pero contra lo que se imaginó, desde la galería sólo alcanzó a ver sombras de pajonales y espesura.
Fue obra de la casualidad que al rato, mientras se quitaba las botas en la cocina, pudiera ver el brillo de la fogata reflejado en los vidrios de la ventana. Se aproximó a ella y alcanzó entonces a ver el lomo de la embarcación, plateado con la luz de la luna, en un estrecho claro abierto entre los árboles. María se acercó también hasta ponerse a su lado y conteniendo la respiración ambos escucharon, luego de hacer callar a los peones que estaban en el cuarto vecino, la música, por momentos envolvente, que ascendía desde la playa.
Pasaron así varios días. Uno de los jóvenes había desaparecido de la balandra y quedó el otro, de quien Lisandro nunca había podido ver su rostro debido a que él permanecía casi siempre tapado por el ala de un chambergo. El muchacho dormía al parecer en el sucucho de la balandra y a veces colgaba una camisa en la cuerda que se tendía desde el palo hasta la proa. Por lo general, Lisandro lo encontraba en las primeras luces del día y en el atardecer, rasqueteando minuciosamente el casco de la embarcación.
Más de una tarde estuvo tentado de acercarse al pajonal donde la lancha seguía atascada, pero algo dentro de él se lo impedía. Tal vez fuese una natural desconfianza ante un competidor imprevisto en el trabajo de la pesca, aunque descartó esa idea sabiendo que aquella lancha, por más desafiante que fuera su calado, no podía competir con las suyas. Por lo menos en esa zona de la costa. Fuera lo que fuese, dejó transcurrir los días en la confianza de que irrumpiera alguna crecida de importancia, o tal vez alguna de las repetidas sudestadas, para que la balandra pudiera salir de su atolladero. Sería cuestión de esperar. El desconocido pronto se alejaría entonces de la costa y seguramente nunca más tendría noticias suyas.
Por su parte, María terminó acostumbrándose a espiar los movimientos del intruso. Durante las horas en que el rancho quedaba desierto encontraba así una manera de observar sin ser vista y ello le resultaba algo excitante. Largas horas y muchos días en la soledad del rancho, con vecinos con los que casi nunca se encontraba debido a las distancias existentes entre uno y otro rancho, alentaban su curiosidad por conocer algo más de aquella silueta lejana que en el borde de la balandra hacía vibrar el aire con las añoranzas que salían de su armónica.
Cuando Lisandro regresaba junto a sus peones, ella trataba, con gestos algo titubeantes, que su marido le confiase alguna información mayor sobre el joven desconocido, aunque pronto cambiaba de conversación, o se sumía de nuevo en los largos silencios que eran comunes en la vida del matrimonio. No obstante, una tarde en la que ya el aire costero anunciaba la pronta llegada del verano, María decidió llevar la cuestión a fondo.
- ¿Por qué no vas y averiguas quién es o a qué vino?- dijo ella, simulando un gesto de preocupación.
- ¿Y para qué?
- Y pa´saber no más… Puede querer hacernos algún daño ¿no?...
En la mañana de un domingo, cuando los sauces goteaban la bruma acumulada durante la noche, Lisandro se dirigió a la playa, bordeó el albardón y en tanto se iba acercando a la balandra trató de ir formándose una imagen más precisa del desconocido. Este había plegado las alas del chambergo sobre la cabeza y sólo alcanzaba a entrever su espalda inclinada sobre un tronco semihundido que despuntaba en el agua. Lo vio, ya más de cerca, una figura espigada y algo enflaquecida, barbilla incipiente y unos ojos algo espigados y turbios, patillas largas y rizosas, un pantalón remangado hasta las rodillas y el mango plateado de un cuchillo que se asomaba por encima de la faja.
Carraspeó Lisandro apenas un buenos días y el otro, apenas un muchacho que le recordó de pronto a su hijo desaparecido, insinuó un gesto cordial como respuesta.
- Y… ¿cómo va el trabajo?- preguntó, observando como al descuido la quilla semienterrada.
Crisanto, pues ese era el nombre del muchacho, apenas si se encogió de hombros, devolviendo lo que podía ser una sonrisa amable.
Mientras Lisandro golpeaba con los nudillos en el costado de la embarcación confirmando el deterioro sufrido por el casco y la quilla, observaba al desconocido por el rabillo del ojo, preguntándose los motivos que aquel habría tenido para quedarse allí, próximo a los pajonales, sólo junto a una balandra más útil para disfrutar de la navegación en el río que para agachar el lomo durante la pesca.
Aunque transcurría enero el calor no era del todo sofocante y un viento suave del este hacía más agradable la mañana. Algunas garzas correteaban en el juncal y pese a la presencia de los dos hombres, un aletear de gaviotas avanzó desde el riacho posándose en el palo de la embarcación o saltando cerca de ellos sobre la arena blanda.
- ¿Es suya esta lancha?, preguntó Lisandro deteniéndose junto a la pala del timón. El otro asintió con un gesto. El viejo pescador giró en torno a la popa y desde el otro lado, oculto casi por el casco, levantó la voz.
- Me pareció ver a un compañero suyo el otro día…
- Se fué…
- ¿Cansado del río?- insistió Leandro.
- Ajá…- el muchacho hizo una pausa-. No le gusta el agua… Discutimos.
Lisandro apareció junto a la proa apoyándose con una mano en el casco.
- No es una lancha para esta parte del río- dijo.
- Así parece- afirmó Crisanto sin volverse.
El pescador ya se había hecho una idea del visitante. Era un muchacho inexperto y solo y andá a saber cómo se le había ocurrido llegar hasta ese lugar de la costa. Por la edad, podría ser su hijo y por más que anduviese con cuchillo y faja y se las diera de baqueano, él podría enseñarle muchos de los secretos del río. Lo que le irritaba en alguna medida era que el otro no parecía muy dispuesto a aceptarlo. Lo miraba como esos gallitos salvajes, obstinados, seguros de sí, y en sus ojos se insinuaba una sonrisa leve, que sin llegar a molestar y mucho menos a parecer sobradora, no era lo que Lisandro desearía más en ese momento.
Se alejó de la balandra con un breve gesto y ya en el rancho le dijo a María que aquel intruso merecía tener a su lado alguien que lo pusiese en su lugar.
Al domingo siguiente Lisandro volvió a la playa. Antes de llegar junto a la embarcación observó que Crisanto rasqueteaba con una espátula las hendiduras que aparecían entre los listones de cedro y que después hundía en ellas unos golpes de pintura marina. Estuvo tentado de darle una mano aun a sabiendas del trabajo inútil que el otro estaba realizando, pero se contuvo, buscando un cigarro en el bolsillo de la camisa.
Lejos, en el horizonte, pasaban los cargueros y el cielo estaba cortado en franjas de colores vivos que se extendía de uno a otro lado del río. Los ojos del pescador prestaron atención a la mano del muchacho cuando él, tras la pintura en los surcos abiertos entre los listones, hundía en ellos un débil pabilo de algodón. Lo dejó hacer sin ánimo alguno de proponerle que un pabilo no le era suficiente y que tal como pintaban las aberturas entre un listón y otro, sería necesario hundir dos o incluso tres, asegurando todo con buen pegamento y pintura.
Siguió con simulada atención, sonriendo para sus adentros, lo que Crisanto llevaba a cabo y luego fue a sentarse en un tronco semihundido en la arena, como dispuesto a esperar. Al cabo de un rato se adelantó hacia el muchacho y tras mirarlo a los ojos, como pidiéndole autorización, humedeció en la boca la uña de su dedo meñique y la introdujo entre los listones levantando sin dificultad el pabilo.
- ¿Así calafateas vos?, preguntó con cierta amabilidad para luego arrancar de un solo tirón la larga tira de pabilo que había colocado el muchacho.
Crisanto lo miró algo sorprendido, aunque pronto en su rostro apareció una sonrisa también afable y serena, casi irritante a los ojos del viejo.
- Ajá…- dijo con voz mansa-. Así calafateo yo…
Y volvió a hundir el pabilo de la misma forma como lo había hecho minutos antes.
Ese mismo día, pasada la siesta, Lisandro salió con la canoa a levantar un trasmallo que había dejando fondeado a escasa distancia de la playa. Volvió al atardecer con un cachorro de buen tamaño y al pasar cerca de la balandra en la que Crisanto seguía calafateando, agitó el brillante lomo del pescado por encima del hombro y le voceó al muchacho que, si quería, fuera esa noche al rancho. Lo esperarían con una buena cena y un vino de la costa.
Los peones no estaban durante ese día en la vivienda ya que los domingos eran sus días de distracción en el pueblo, y una serena quietud dominaba la estancia que servía de comedor y cocina. María terminaba de preparar el cachorro que su marido había traído, aderezándolo según también él se lo había enseñado años atrás, cuando ella era casi una niña.  
Los dos hombres lo engulleron sin intercambiar palabra, observándose a veces, como tanteando sus intenciones. Recién cuando faltaba poco para terminar el plato, Lisandro hizo un breve gesto de satisfacción y se echó atrás en la silla, golpeándose el vientre. Pero al observar que el otro simulaba ignorarlo se echó de nuevo sobre el plato como dispuesto a no dejar ni la rebañadura.
María permanecía entretanto junto a la cocina económica, apoyándose primero en un pie y luego en el otro, visiblemente indecisa. Colocaba una y otra vez tarugos en la hornalla a pesar de que la cocina estaba al rojo vivo. De soslayo y con las manos anudadas a la altura del vientre deslizaba fugaces miradas sobre el rostro del muchacho.
¿Qué había en él que le atraía de aquella manera? No podía afirmarlo con certeza. ¿Podrían ser sus ojos? Ciertamente rasgados, como escondidos, insinuando un gesto sereno y melancólico. Quizás fuera la barbilla que despuntaba en su mentón afilado y que le hacía recordar la imagen de alguno de aquellos santos que de niña había contemplado en la iglesia del pueblo. Fuera lo que fuese algo había en Crisanto Molina, aunque ella no conocía todavía su nombre, que le causaba alguna inquietud, y le producía sensaciones difíciles de describir. ¿Los ojos? Sí, los ojos. Azules y mansos, igual que los de un niño de pocos meses… ¡Oh, Dios! ¿De qué podía estar segura ella si ni siquiera atinaba a retirar la cacerola del fuego? Sí, sí, eran los ojos entreabiertos, que por momentos se dirigían a hacia ella, una confirmación que la embobaba todavía más. El corazón le latía con la misma violencia de una chiquilina de quince años.
Cuando días más tarde supo el nombre del muchacho, tomó conciencia de que aquella noche, concluida casi la cena, la imagen y la mirada quieta de Crisanto habían producido en ella algo así como un sortilegio.
Pero María ya no tenía quince años ni los ojos del muchacho eran los de un niño de pocos meses. Cuando por fin se acostó, ya casi entrada la medianoche, no logró ni por asomo conciliar el sueño, pese a que hizo un gran esfuerzo para sacarse de la cabeza lo que suponía un desvarío.
La mujer de Lisandro había cumplido ya cuarenta años y a pesar de que había trabajado a la par de su marido, quien podía haber sido su padre, mantenía un cuerpo elástico y lleno de vida, lo que le restaba a los ojos de los demás, algunos años. Con los peones, María se comportaba como una mujer más adulta y madura de lo que en realidad era, acentuando la imagen de mujer del patrón. Pero la forma en que Crisanto – ¡Oh, Dios bendito, qué nombre! - la había entre mirado esa noche, vino a despertar en ella el sentimiento de sentirse mujer y hembra antes que esposa del patrón. Un sentimiento que afloraba en ella por primera vez en su vida.
El matrimonio de María y Lisandro había sido formalizado con los padres de ella, una pareja de inmigrantes italianos, poco antes de llegar la familia a la costa. La joven, apenas salida de la adolescencia, lo aceptó complacida de igual modo que hizo con muchas otras cosas en su vida, y llegó a sentir con el paso del tiempo un profundo respeto, que ella discurría como amor, hacia ese hombre que estuvo dispuesto a ponerla de la noche a la mañana al frente de un rancho, obligando incluso a los peones a que la tratasen como señora y patrona. Además, Lisandro la quería, ¡vaya si la quería!, pero ahora, mientras su marido parecía dormitar y el rancho estaba sumido en el silencio, ella fijaba los ojos en las sombras de la techumbre y ya no estaba segura de nada.
Ajeno al conflicto que cada vez más iba dejando insomne a su mujer, Lisandro seguía su vida habitual. En una tentativa vana de ganarse autoridad sobre Crisanto Molina, lo invitó a incorporarse al grupo de peones y el muchacho rehusó la invitación, adelantando con voz sosegada que apenas llegase el invierno y aparecieran las primeras heladas en la costa, marcharía río arriba hasta Gualeguaychú, donde se encontraría con gente amiga.
La respuesta dejó a Lisandro un tanto malherido. Entendió que estaba perdiendo inútilmente su tiempo, se reconvino por ello y decidió volver a ocuparse nada más que de lo suyo. Fue así que durante unos días parecía haberse olvidado del muchacho. Solía levantarse antes de que los perros aullaran como de costumbre al amanecer, dejaba a María entre soñando quién sabe qué cosas, iba hasta la cocina a cebarse unos mates que luego alcanzaría a los peones, lentamente salidos de sus catres. Recogían con la fresca las redes húmedas de rocío y las cargaban en las lanchas. Moviéndose en los primeros albores cumplían su labor en silencio. Cada uno hacía lo que ya estaba aceptado de antemano. Algo adormilados todavía, se embarcaban de a cuatro en cada lancha y el chup-chup de los motores hacía crecer los ladridos de los perros. En pocos instantes, las embarcaciones viraban en el riacho y se aventuraban corriente abajo en unas aguas hinchadas y luminosas.
El silencio volvía a adueñarse de los alrededores. María quedaba sola en el rancho limpiando las migas de la mesa, lavando los platos de la noche anterior y ordenando el cuarto de los peones. Cuando terminaba de poner todo en orden, o al menos cuando así lo suponía, era el momento en que el sol desnudaba hasta los últimos escondrijos de la galería.
En apariencia, la vida de la mujer seguía su curso de siempre, aunque ya comenzaba a sospechar que nada parecía ser igual que antes. Lo comprobaba hasta en los detalles más tontos. El contacto con un objeto, el roce del marco de la puerta, la caricia de un gato, cualquier olor o sonido que antes podía pasar, o pasaba, inadvertido, le afectaban ahora como nunca había ocurrido hasta entonces. Sufría, a pesar de que no lo deseaba, una mágica transformación. Sensible como nunca a lo que era parte de su entorno, sus reacciones iban desde una crispación contenida por el no saber que hacer o de andar de un lado a otro porque sí, hasta el caer blandamente en la reposera, las piernas extendidas y flojas, el cuerpo entero relajado, con una sospechosa languidez que habría sido capaz de preocuparla si, esa flojera creciente y repetida hubiera aparecido en algún otro momento de su vida.
Comenzó entonces a ocuparse más de su imagen frente al espejo. Las blusas llegaron a convertirse en algo obsesionante para ella. Antes que prestar atención al resto de su vestimenta o a las negrísimas trenzas anudadas en forma de moño que se encimaban en su cabeza, le preocupaba más tener la blusa en buenas condiciones. Frente al espejo se la ceñía y hacía resaltar sus pechos aún tensos y maduros. A veces la asaltaba el recuerdo de su hija Elena, de la que cada vez tenía menos noticias, y con el recuerdo se le caían un tanto los hombros, hundiéndola en una turbación mayor. Pero esto no duraba mucho. El recuerdo de los ojos de Crisanto o la música que fluía a menudo desde la balandra como fluyen las cosas mágicas, llegaban pronto hasta ella y la hacían renacer otra vez.
Lisandro volvió a encontrarse de nuevo con el muchacho. Este había dejado para mejor oportunidad el calafateado de la balandra y ahora se aprestaba a poner en orden un largo espinal. Ambos se sentaron en un viejo tronco cerca del riacho. Durante más de una hora la conversación transcurrió entre una sonsera y otra como si ambos quisieran dejarse estar, sin dar mayor importancia a las cosas.
Cuando Lisandro intentó ponerse en pie para irse, una puntada dolorosa en la espalda lo obligó a mantenerse inmóvil y acuclillado. Crisanto observaba los esfuerzos que hacía el hombre para erguirse, pero pronto retomó el trabajo de atar anzuelos en su línea de pesca. Sabía que lo de Lisandro no parecía ser grave. Aquellos ataques de lumbago eran cada vez más comunes en él, aunque lo extraño era que lo acometiesen en pleno verano, y para peor, delante del otro. Se mantuvo semierguido unos instantes, simulando que no le sucedía nada. Pero no tardó en pedirle al muchacho que viniese a darle una mano. Este terminó de hacer uno de los nudos de su línea, cortó el sisal con los dientes y recién entonces se acercó al viejo pescador.
- Consígame once granitos de trigo y yo lo curo, dijo, sin dar importancia a sus palabras.
Entonces, Lisandro, finalmente plantado sobre sus piernas, sonrió levemente agitando su mano con un gesto de incredulidad.
En aquellos días se había declarado una huelga de carniceros en Buenos Aires y los pedidos de pescado se multiplicaban. Aquejado todavía por el lumbago y una tos seca que le apareció una de aquellas noches, Lisandro fue convencido por su mujer, cuyos ojos parecían ser más brillantes que nunca, para no salir de rancho, tendido la mayor parte del día en la reposera o en la cama, pero intranquilo y urgido por lo que estaba perdiendo en la entrega de pescados al camión de la distribuidora.
Tenía entre su gente algunos baqueanos tan conocedores o más que él del río, pero la ausencia del patrón resentía a ojos vista la faena de las lanchas. Además, el río les estaba jugando sucio. Salían con viento bueno y antes de que transcurriera un par de horas, aquel parecía girar bruscamente de dirección y complicaba el trabajo de las redes. Mientras mayores eran los reclamos de la distribuidora, más dificultades encontraba Lisandro para cumplir con la entrega de pescado. Llegó así un día tormentoso en que el agua desbordó el riacho y se extendió tierra adentro cubriendo una pequeña hondonada que bordeaba el rancho. La presencia de Lisandro acompañando a sus peones se hacía así cada vez más necesaria.
Aquel día recordó lo que le había dicho Crisanto, y como la situación no le permitía hacer otra cosa mejor, dejó a un lado ciertos prejuicios y le pidió a María que le trajese un puñado de granos de trigo. Apenas lo tuvo con él llamó a uno de sus peones y le ordenó que, con mucho cuidado, le alcanzase pronto los granos al muchacho, despertándolo incluso, si aquel dormitaba en la cubierta de la balandra.
Precisamente en ella, Crisanto había levantado una especie de carpa con algunas lonas remendadas y la crecida no parecía afectarle demasiado. Cuando el peón se acercó al pie de la embarcación con el agua que le llegaba a las rodillas, lo miró como distraído, esperando que hablara.
- Don Lisandro me manda traerle esto…, dijo el peón, mostrando el puñadito de granos.
Crisanto observó apenas sonriendo la mano tendida del otro y tras una pausa, lo mandó de vuelta diciéndole que lo que necesitaba eran solamente once granos y que los mismos debías ser contados, uno tras uno, por el mismo Lisandro en persona.
Haciendo de tripas corazón, el peón volvió camino del rancho. Allí el viejo escuchó la indicación de Crisanto, tomó el puñado de granos y con un gesto airado los arrojó al suelo. Sin embargo, al cabo de un rato los hizo levantar otra vez y sin dejar de mascullar para sus adentros, contó torpemente, uno tras otros, los once granos y se los alcanzó al peón.
- Llévaselos y decile de mi parte que se vaya al diablo… o mejor dáselos y no le digas nada.
Para su sorpresa pudo levantarse de la cama al día siguiente sin necesidad de ayuda alguna y al rato se olvidó por completo del lumbago, pero no así de Crisanto, quien comenzó en ese momento a ser visto con algo de más de respeto, pero también de temor incierto.
Días más tarde mandó a llamar al muchacho y apenas éste traspuso la puerta del comedor, y antes de que él pudiera saludar a María, allí presente, le preguntó: ¿Sabés manejar un camión?
Crisanto asintió con un gesto. Entonces el pescador le mostró el dormitorio reservado para su hija Elena y le dijo que, si quisiera, fuera a traer las cosas que tenía en la balandra.
- Mientras mi hija esté en Buenos Aires, la habitación es tuya…
¿Por qué en ese momento María no fue capaz de argumentar nada? La pieza que marido y mujer habían acordado años atrás que sólo estaría dispuesta para Elena había sido casi intocable para ellos y más aún para cualquier persona ajena al rancho. ¿A qué se debía que guardara silencio cuando Lisandro estaba otorgando al muchacho privilegios que ningún otro, incluidos los peones, había tenido nunca?
El hecho de que Crisanto comenzase a trabajar con el camión no le daba ni mucho menos derecho alguno para entrar y salir de cualquier habitación cuando se le antojara. ¿Por qué razón, pues, la mujer no puso objeción alguna? Y lo que resultaba para ella más confuso aún ¿Por qué la decisión de su marido fue aceptada con cierto, aunque contenido, placer?
La presencia de Crisanto comenzó desde entonces a dominar el interior del rancho. Mientras que hasta entonces su figura aparecía casi lejana y difusa junto a su embarcación, o bien crecía como una imagen turbadora en los sueños de la mujer, ahora el muchacho aparecía claramente corporizado y sus botas de cuero rechinaban en la escalera, cercanas al dormitorio matrimonial, junto a la cocina, en el cuarto de redes o en la habitación de Elena.
Durante las noches, María creía escuchar el ruído siseante de las piernas, que suponía oscuras y cálidas, de Crisanto, introduciéndose en aquellas sábanas de lino, vírgenes y almidonadas, que ella había reservado especialmente para el regreso de su hija. Entonces le acometía el insomnio y la techumbre del cuarto volvía a poblarse de pequeñas luces y ensueños.
Los peones, entretanto, no miraban al muchacho con buenos ojos. Se sentían incómodos y pensaban que no era justo que aquel los relegara a un segundo plano. Una tarde, alguno de ellos anunció con voz suficientemente alta para que Crisanto lo oyera: ¡Pucha que es julero el barbilla!...
El muchacho se volvió hacia el peón con aquella lentitud que era tan suya y reconoció en él a quién le había alcanzado los granos de trigo días atrás.
- ¿Y d´iai..?, preguntó clavándole la mirada.
No tanto por temor a Crisanto, a fin de cuentas parecía demasiado débil, como para evitarse líos con el patrón, el peón cedió, aunque sin achicarse.
-Decía no más… Solo al cuete…
Durante las horas del día, Crisanto solía mantenerse distanciado de las costumbres del rancho. Cumplía alguno de los pedidos que le había hecho Lisandro y luego se aislaba en el extremo de la galería, recostado contra unas redes apiladas. Allí extraía de la faja su armónica y emitía unas notas entrecortadas con un aire entre festivo y melancólico.
La música iba como flotando como un aire tibio al encuentro de María y allí parecía ceñirse a sus piernas haciendo que la mujer no pudiera evadirse de ella. Cerraba la puerta de la cocina, y si estaba obligada a pasar cerca del muchacho lo hacía torpemente, casi trastabillando, sin mirarlo.
El día que su marido la hizo sentarse frente a Crisanto, sin mesa ni nada de por medio, pensó que no sería capaz de soportarlo. Ocurría que la mujer se quejaba últimamente de palpitaciones y de un dolor que le ardía en la espalda, sobre todo cuando Lisandro le preguntaba en la cama, algo entre dormido, por qué no se quedaba quieta. Fue así que él decidió tomar la iniciativa y no encontró mejor modo que pedirle al muchacho que la curase. A fin de cuentas, era también una manera de poner nuevamente a prueba sus presuntas dotes.
Crisanto aceptó, no así María, quien se resistió hasta que su marido, harto de las últimas noches de insomnio la obligó a sentarse en el centro de la cocina, frente a frente con quien podría sanarla. El muchacho hizo alejarse con un gesto a los peones que se asomaban con alguna curiosidad al borde la puerta y tras ellos salió también Lisandro, a pesar de que según aquel, su presencia no molestaría en nada la curación de su mujer.
María y Crisanto quedaron, pues, solos en el centro de la cocina, mirándole él a los ojos y ella tratando de rehuir su mirada, aunque sin lograrlo del todo. Ella permanecía erguida malamente en una silla rústica y algo desvencijada, las manos tensas, abiertas sobre una de las rodillas. El muchacho se alzó con un movimiento lento y silencioso, hasta ubicarse de pie, frente a ella, de espaldas a la luz del sol de noche que ahora golpeaba el rostro de la mujer.
De pronto, María se sentía morir. De la cabeza de Crisanto brotaba una luz ondulante y cálida que no era sino la del farol, pero que a ella se le antojó la de algún extraterreno arcángel. La respiración se le anudaba en la garganta mientras el muchacho tendía hacia ella su mano delicada y por un instante la mujer dejó de respirar para no quebrar aquellos dedos, tan suaves y tiernos le parecieron. El contacto de la tibia mano de Crisanto sobre su frente helada la hizo saltar de la silla de igual modo que si la arrancasen de un sueño. 
El la miró en silencio y sus ojos se volvieron más penetrantes en la penumbra, pero fue la mirada segura y persuasiva de aquellos ojos lo que terminó por doblegarla y la hizo sentarse de nuevo, hundida ahora en una dulce embriaguez, donde fue recuperando la respiración, cada vez más lenta y sosegada. Lo demás, la caricia tenue de Crisanto en su frente, duró una eternidad. Hasta que el muchacho dijo: Despertá…  Ella salió entonces de su hondo ensueño como si resucitase.
Allí estaba Crisanto y su marido y los peones, ajenos estos a todo y solo preocupados por la demora de su cena.
María se puso de nuevo en pie, emergiendo lentamente de la silla. Miró unos instantes a Crisanto sin bajar los ojos y se sintió por primera vez, como si lo supiese desde siempre, dueña de sí misma.
- ¿Cómo te sentís ahora?, preguntó él.
Y ella respondió con voz segura:
- Nuevecita, Lisandro, igualito que si hubiera recién nacido…
Desde ese momento no volvió a saber de aquellas sensaciones y sueños que desde semanas atrás la devoraban.
Pocos días después, cuando Lisandro salió una madrugada con sus lanchas río arriba, se acostó por primera vez con Crisanto en la blanca y amplia cama matrimonial. Desde entonces lo amó serenamente.
¿Cómo se enteró Lisandro de lo que ocurría entre su mujer y el muchacho? Quizás lo fue maliciando de a poco o tal vez alguno de los peones vino a insinuárselo. Lo cierto es que a los pocos días de que Elena anunciase por carta su visita al rancho para presentarles a su novio, él dijo que haría un largo viaje hasta San Nicolás. Aunque no bien cruzó los lodazales del Ibicuy viró su lancha y emprendió el regreso. Hizo bajar a los peones en Punta Cortada y hundiendo sus botas en el borde de la playa avanzó sólo y despojado hacia el rancho, ya muy de noche.
María escuchó sus pasos ascendiendo la escalera y lo único que atinó a hacer fue cerrar la puerta del dormitorio. Lisandro golpeó inútilmente en ella y luego, asaltado por una profunda desazón, sollozó frente al umbral, golpeó levemente su cabeza contra el marco de la puerta y se dejó resbalar pared abajo hasta el suelo.
Entretanto, Crisanto se vestía y lo hacía con la serenidad y el sosiego que eran habituales en él. Cuando terminó de ceñirse la camisa, todavía se oían sollozos desde el otro lado de la puerta. Fue hasta la silla que estaba a un costado del horno de la cocina, retiró su ancho cinturón de cuero y se lo colocó con alguna placidez. Una vez hecho esto fue hasta el otro extremo de la habitación como si estuviera a la espera de alguien cuya visita había sido tiempo atrás anunciada.
Por su parte María observaba su propio rostro en la luna del espejo, presionando levemente las sienes con la punta de los dedos. Nada tampoco parecía haberla perturbado.
Al cabo de un rato avanzó hacia la puerta y la abrió para encontrarse con Lisandro. Este se puso en pie, aún algo sollozante, entró al dormitorio con pasos algo inseguros y durante los largos minutos que siguieron unos y otros se miraron en silencio.
- Mirá, Lisandro, indicó luego María. No quiero que te sientas mal, eso me duele ¿sabés?... No llores Lisandro porque nunca has llorado y no hay motivo para hacerlo ahora. Vos sos viejo y aún así te quiero igual que siempre.
Hizo una pausa y continuó:
-  Si querés matarme, hacelo. Te quedarás muy solo y no podrá vivir ya mucho tiempo. Además yo no quiero dejarte como no lo dejaría tampoco a Crisanto. ¿Qué ganarías con hacernos daño?
Sólo un ligero viento que provenía del sudeste y anunciaba crecida golpeaba levemente en la techumbre pausando los silencios que discurrían entre una frase y otra de María.
- Yo lo quiero a Crisanto y te quiero también a vos, Lisandro, porque sos mi Lisandrino… La casa es grande… ¿Por qué el corazón no puede ser también grande?...
Quien hubiera escuchado los argumentos de María, la limpia y firme serenidad con que las pronunciaba, casi silabeándolas, no hubiera reconocida en ella a la María de unos meses atrás y menos aún a la María que aún adolescente se había entregado a Lisandro. Este la escuchaba como si su voz le llegase de lejos, secándose las lágrimas. Cuando ella hizo finalmente silencio, se dirigió al borde de la cama y se sentó en ella con aire todavía incierto.
- ¿Y Elena?, preguntó, haciendo sentir que no había pensado en otra cosa desde que decidió virar bruscamente la lancha en el río, dejar a los peones en la punta, y volver al rancho.
En el otro extremo de la habitación, Crisanto parecía meditar. El ruído de los sapos era el mismo de todas las noches. Una rama de algún sauce vecino cayó con un leve chasquido sobre la techumbre, mientras que el viento del sudeste parecía amainar.
María se acercó a su marido y con mucha ternura le acarició los escasos mechones de pelo que caían sobre rostro.
- Elena se quedará en la ciudad. Iré yo a decirle que no vuelva. Hará su vida y nosotros haremos la nuestra.
Tras un prolongado silencio en el que ninguno de ellos se movió de su lugar, la mujer se dirigió al umbral, atisbó algunas nubes que estaban como clavadas contra la negrura del cielo, giró sobre sí y anunció:
-Ahora durmamos, ya es hora…
Y cerró la puerta.

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